Escribía ayer David Remnick, autor de una de las mejores biografías sobre el presidente Barack Obama, que a principios de su carrera política el entonces aspirante a senador por Ilinois parecía tener una postura bastante clara respecto al control de las armas. Aquel Obama vivía en Chicago, una ciudad en la que el año pasado fueron asesinados más ciudadanos que soldados en Afganistán. "¿Apoya la legislación estatal para prohibir la fabricación, venta y posesión de pistolas?". En nombre de Obama, su campaña respondió: "Sí".

Ha pasado una vida desde aquel pronunciamiento de 1996. Obama ya no es profesor de Derecho Constitucional y sus días de organizador comunitario en los barrios violentos de la ciudad de Al Capone quedan bastante lejos. Pero por su perfil y su pasado podría sospecharse que ni cree que sea necesario permitir la entrada de gente armada en bares, hospitales o universidades.

En el Obama de madurez, el control de las armas no ha sido nunca uno de sus ejes políticos identitarios. Se sabe de sus utopías para cambiar Washington o para aislar a los lobis del poder, pero poco ha dicho en los últimos años sobre la plaga de las pistolas aunque el sector más progresista de su partido lo reclame.

Durante su campaña del 2008 se comprometió a impulsar una nueva prohibición de las armas de asalto. Pero nunca más se supo. Se suele pensar que es la presión de los lobis de las armas las que lleva a los políticos a rendirse a la cultura de la Asociación Nacional del Rifle. Pero es solo la mitad de la historia. La población está dividida al respecto. Según las últimas encuestas son tantos los ciudadanos que quiere preservar las leyes que regulan la posesión como los que quiere endurecerlas.