El próximo 26 de junio los españoles estamos llamados a las urnas. Se han convocado elecciones generales para elegir diputados y senadores en el parlamento español. Estos comicios van a tener lugar al no haber sido capaces los líderes de los principales partidos políticos de conformar un gobierno con los apoyos suficientes como para investir a un presidente.

Uno de los líderes que ha participado, activa y decisivamente, en esas frustradas negociaciones y que lidera uno de los partidos que van a concurrir en estos próximos comicios es Pablo Manuel Iglesias, surgido de forma muy evidente de los movimientos sociales y políticos que tuvieron lugar en España el 15-M de 2011, acontecimiento del que se cumplen ahora cinco años.

España, en particular, y buena parte del mundo, en general, se encontraban en aquellos momentos metidos de lleno en una grave crisis, nacida, se nos dice, en torno al 2007-2008. Su origen es financiero pero enseguida se transformó en cataclismo económico y, de inmediato, político y social.

No todas las transformaciones políticas que se están produciendo en estos momentos tienen su origen inmediato en esta crisis pero, como poco, ha influido en ellas. El auge de Marine Le Pen en Francia; el incremento de adeptos del UKIP británico; el movimiento de Beppe Grillo en Italia; los partidos filofascistas en Finlandia, Suecia o Noruega; la naciente fuerza de la ultraderecha en Austria; el liderazgo de Orban en Hungría; el gobierno de Beata María en Polonia; el autoritarismo de Erdogan en Turquía; el creciente poderío interno y externo de Putin; el incalificable gobierno de Maduro en Venezuela; y, en fin, por no ser exhaustivo, el papel de Donald Trump en las próximas elecciones presidenciales norteamericanas, son ejemplos de lo que está ocurriendo en el mundo: la crisis política es muy profunda.

Frente a estos liderazgos estrambóticos y, muchos de ellos, peligrosos, en España nació hace 5 años un movimiento político diferente. El 15-M vimos a un grupo heterogéneo de personas, muchos jóvenes, pero no solo, que se lanzaron a las calles para gritar. En la Puerta del Sol madrileña y, poco después, en otras muchas plazas de España, se echaron a la calle miles de personas a expresar de una forma muy contundente, muy visible, muy sonora, su descontento. A semejanza del mayo francés de 1968, lanzaron su grito contra todo. Y, a diferencia de lo ocurrido en aquel ya lejano movimiento parisino, lo hicieron sin violencia. Y no hubo incidentes por dos motivos: el primero interno, de los acampados; y, el segundo, externo, el gubernativo, ya que el Gobierno, no como el francés en su día, decidió gestionar los posibles incidentes de orden público de forma pacífica.

Las movilizaciones no fueron homogéneas en toda España. En cada capital se generó una dinámica diferente pero con un denominador común: se ocupó espacio público de forma pacífica sin seguir los procedimientos legales para concentraciones o manifestaciones de carácter político. El Gobierno, a través de los delegados en cada comunidad autónoma, decidió no intervenir, no desalojar. Las posiciones de algunos partidos políticos de la oposición fueron las esperables: arremeter contra el Gobierno por pasividad, por permitir desórdenes (eso afirmaban, a sabiendas de que no los había), por no meter en cintura a unos melenudos gritones que estaban contra el sistema y que podrían traer a España el caos.

Para el Ejecutivo aquellas acampadas fueron letales. Sabía que por su derecha el desgaste por la inacción iba a ser notable ya que incluso desde las filas socialistas hubo quienes se alinearon con los que exigían mano dura. Por su izquierda, mucha juventud y, también, bastantes no tan jóvenes, clamaban por un cambio, por algo radicalmente distinto, lo que supondría una considerable sangría de votos hacia no se sabía bien quien. A pesar de este análisis, lo que hicimos fue lo correcto. La responsabilidad no siempre está casada con los réditos electorales y, gobernando, siempre hay que primar a aquélla.

Zaragoza fue la primera de las grandes ciudades en desmontar la acampada. Creo que lo hicimos de forma sensata ya que con el paso de los días lo que nació como algo ilusionante, festivo, reivindicativo, se había convertido en reuniones nada políticas a las que acudían personas próximas a la marginalidad.

COLCHONES, bombonas de butano, utensilios varios que nada tenían que ver con la acampada política, nos llevaron a tomar la decisión de desmontarla. Tras un informe del ayuntamiento sobre la insalubridad del espacio público, los servicios de limpieza retiraron lo que quedaba sobre la plaza del Pilar y adecentaron todo. Las policías local y nacional coordinaron con eficacia y no hubo apenas protestas. En general, las relaciones entre los líderes de los acampados y la Delegación del Gobierno fueron cordiales, en continuo contacto, incluso se les prestó apoyo logístico puntualmente.

Transcurridos cinco años yo veo con buenos ojos aquel movimiento, creo que es de aplaudir frente a lo que observamos en otros países. Otra cosa es el, o los, partidos políticos nacidos al calor del 15-M, en los que cada cual valorará ya otras cosas. La ilusión que despertaron, magnífica. Lo demás... es otro cantar.