No estaba Luis Milla ni para meterle un eurito en una casa de apuestas. Ni con un punto después del partido. Ni ganando con ese juego ruin. Olía a despido desde hace un puñado de días, aunque el turolense lo llevase con esa flema que tanto molestaba a los que esperaban su destronamiento inmediato. Habló en su momento de la guillotina, consciente ya de que le habían aflojado el resorte de la hoja de sección. Conocía su destino. Y bien, estaba sentenciado, faltaba por elegir el momento y adjuntarle un pretexto cualquiera. En este caso ayudó en la coartada la pobre imagen representada en Valladolid. Fue un Zaragoza misérrimo, que se comportó como un equipo de perfil bajo en uno de esos días importantes para el desarrollo de la temporada. Sentó mal en el club ese último volantazo hacia la indigencia. Bien es cierto que casi nada hubiera salvado al entrenador, pero no pareció natural salir a la batalla final sin tratar de herir al enemigo. La victoria fue una quimera.

Solo un cambio en los resultados podría haber salvado a Milla tras el adefesio de Sevilla. Necesitaba un giro radical, más allá de lo que hoy da para imaginar su equipo, al que empezó a dar tantas vueltas que a veces se pasó de rosca. Otras no, sea dicho. No alcanzó la virtud aristotélica que buscaba, si bien no es fácil hallarla en un grupo al que le pesan los vicios y le sobran guerras. La primera parte ante el Elche lo marcó.

Milla acabó ayer con algunos de esas imperfecciones duraderas que no se aguantaban ni con el sostén de la inevitable confianza. Así, le cerró la puerta a Irureta, que llegó como titularísimo, para darle la responsabilidad a un guardameta con trece partidos en Segunda B. Ninguno en Segunda A, claro. El muchacho le sumó un punto, pero no le salvó la cabeza. Con uno no basta. No hubo mucho más.

Además, el técnico quiso aplazar el problemón con Manu Lanzarote. Se le había achacado al zurdo su escaso compromiso físico, así que ayer lo sentó en el banquillo. Casado se quedó con la banda izquierda, por delante de José Enrique, antagonista último del polvorilla catalán. El ataque se desplomó proporcionalmente a esta decisión, que no escondía nada más allá de la última necesidad. Al Zaragoza, a Milla, le urgía no encajar goles. Lo hizo a costa de desfigurarse. Perdió la compostura y la cabeza.

El rendimiento de la plantilla

La deformación alcanzó al centro del campo, donde el técnico liquidó su querido triángulo. Ros fue la pareja de Zapater y el equipo se estableció en un 4-4-2, con Ángel y Muñoz arriba. Nada que contar del andaluz, que desaparece lejos del área. Sí hay noticias del canario, que parece el único hombre en forma de la plantilla. Quizá ahí, en el rendimiento de sus futbolistas, radicase el verdadero problema, el que no supo solucionar Milla. Es insólito que tantos jugadores estén por debajo de su nivel. Será uno de los primeros retos, sin duda, para el nuevo técnico, que necesita enganchar corazones.

La pirueta táctica no le bastó para sostenerse en el Zaragoza, donde nunca ha parecido cómodo. El equipo fue una cosa durante la pretemporada y otras bien diferentes después. Así, ni alcanzó una forma concreta ni supo cómo remover el fondo. En los pies y en las cabezas de sus futbolistas se gestó el fracaso.

El Zaragoza también pierde. En imagen, prestigio, personalidad, reconocimiento, reputación. El club sigue deglutiendo entrenadores. No hay quien aguante seis jornadas sin ganar en esta plaza a la que nadie le pone cordura. La Fundación camina hacia el quinto entrenador; Juliá, hacia el tercero; el Zaragoza, otra vez hacia el mismísimo infierno.