Un bar no es solo el lugar al que te vas a tomar el café y el cruasán cada mañana. No, es mucho más que eso. «Un bar es un imago mundi, una especie de reproducción exacta del macrocosmos». Dicho de otro modo, un universo. «En un bar tú entras, te sientas, y al lado tuyo puede haber un asesino, un director de banco, una persona que cambiará tu vida o alguien que en cuanto le mires te mata. Un bar es la vida». Lo dice Álex de la Iglesia, que de bares sabe tres o cuatro cosas, más que nada porque, como no tendrá reparo en reconocerle a quien pregunte, a lo largo de su vida ha visitado unos cuantos.

Eso automáticamente nos lleva a su 13ª película, El bar, que ayer presentó fuera de concurso en la Berlinale. La ha hecho porque, explica, le interesaba «arrojar a un grupo de seres humanos al interior de un espacio único y coreografiarlos». Para hacerlo no se anda por las ramas: pasados apenas cinco minutos de metraje, ya ha reunido a una decena de variopintos personajes en uno de esos establecimientos con máquina tragaperras y pinchos de tortilla de los que dejan charco de aceite. Para entonces ellos aún no lo saben, pero casi ninguna de esas personas volverá a pisar la calle.

El gusto por los repartos corales es algo que De La Iglesia ha dejado claro a lo largo de toda su trayectoria. Eso explica que en El bar, mientras convierte el lugar del título en zona catastrófica, el director bilbaíno vuelva a comportarse más o menos como un niño travieso dejado a su libre albedrío en el cuarto de los juguetes: todo cuanto busca es hacer ruido y romper cosas, sin pensar en el objetivo que tiene hacerlo ni dosificar fuerzas. Como consecuencia, ver la película, como sucede con todo lo excesivo, resulta hasta cierto punto extenuante.

LUCHA POR LA SUPERVIVENCIA / Esa agresividad, en todo caso, no es algo gratuito, sino que a De La Iglesia le sale de las entrañas. «Disfrazada de comedia, en El bar hay una visión muy negativa del mundo. Siempre me he definido como misántropo». El problema es que aquí los personajes son meras manifestaciones de esa misantropía y contemplar sus evoluciones darwinianas no despierta empatía alguna o nada que se le parezca.

Inevitablemente, hoy una historia sobre personas obligadas a defenderse tanto de las autoridades como del prójimo para seguir vivas invita a ser interpretada en clave alegórica. «Con los tipos que hacemos cine pasa una cosa: que no nos atrevemos a afrontar las cosas directamente», confiesa. «A mí, un encontronazo con las cosas me asusta, así que utilizo las películas para hablar con lo que me rodea».

El bar, añade, es un reflejo de este mundo en el que vivimos «en el que sobrevive el que engaña mejor y el más manipulador». Tiene sentido, pues, que el tagline del filme sea «el miedo nos muestra cómo somos», algo que según su director es particularmente relevante ahora que vivimos un tiempo más miedoso que ningún otro. «Estamos absolutamente aterrorizados ante la realidad, y nos sentimos desamparados. Cuando yo era pequeño, la certidumbre religiosa al menos garantizaba cierta legitimidad en los comportamientos de la gente, pero eso ha desaparecido». ¿Y entonces, qué? «No tenemos más salida que la supervivencia. El sálvese quien pueda»

En pocas palabras, El bar, para bien y para mal, es una obra inconfundible de De la Iglesia, un director que a lo largo de su carrera se ha mostrado obstinadamente fiel a sus métodos y obsesiones e impermeable al cambio. «La madurez no aporta nada», asume. «Lo mejor que he pensado lo pensé a los 18 años».