"Me gustaría que mi hijo hablase, es lo único que digo; poder charlar con él". Y Miguel Mena (Madrid, 1959) que ayer presentó su libro Piedad (Xordica), en el que plasma el dolor por la enfermedad de Daniel, su hijo, a la vez que se muestra conmovido por tantos otros casos como páginas (166) tiene el libro, rió cuando alguien le dijo que ahora, a los once años que tiene el chico, hubiera tenido que sufrir el apagón del encuentro, que llega con la adolescencia.

Piedad comienza con dos citas: Una de Kapuscinski, que describe el caso de una niña africana en los años 60 con los síntomas de lo que el doctor Angelman llamó de los muñecos felices y otra de Bécquer, que es ya un alegato desde el principio: "La vida, tomándola como es, sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos". A partir de ahí, en notas breves, muy cargadas de piedad hacia mucha gente que sufre y hacia sí mismo, Miguel Mena recoge la extrañeza, el estupor, el límite de lo humano, casos que conoció como periodista, las noches oscuras del insomnio. Y van acompañadas de fotografías tomadas por él mismo en excursiones, algunas tan enternecedoras como este rótulo en el campo: Cuidado: Caracoles".

"Es una piedad hacia lo que me rodea y también hacia mí mismo. Esos sentimientos que tienes a veces. Esperabas otras cosas que no son las que tienes. Mi hijo no me da pena, pero me da mucho trabajo. Este libro nace en una época en la que yo duermo muy poco", explicó ayer el autor. Y más que un libro de resistencia, Miguel Mena señala que lo es "de esperanza" y también "de dolor", dice, "porque no hay que esconderlo tampoco".

Miguel Mena trae a su libro a Garrido, el montañero que, tras varios meses de proeza en solitario, ve cómo los terroristas matan a sus padres y a un hermano; la madre con Alzeimer que aún no olvida cuando murió un hijo suyo hace 60 años suplicándole en vano el agua que le había prohibido el médico; la toma de TV desde el helicóptero del ciclista escapado, al que el pelotón rebasa poco antes de la meta; la muerte de Manolo Fernández, de los Bravos, tras el éxito del grupo; el líder sindical el 1° de mayo comprando en la gran superficie que hace años logró que cerrara; el ascenso y la lesión de César, el canterano...

El autor explica: "He reflejado recuerdos propios y otros profesionales. Me han conmovido. Lo del atracador pillado a la salida del banco que optó por pegarse un tiro. Su padre vino a la radio a decir que su hijo no era malo, que la droga le había hecho delincuente y que antes de hacer daño a nadie prefirió matarse. Veinte años después lo sigo recordando".

Pero todas las historias, desde su mirada, están transidas de lirismo. Ninguna excede una página, ni hay un punto y aparte. Ni una sola es de ficción. Van escritas de tirón, con el mínimo imprescindible, sin retórica. Pero ese tirón es como el de los pellejos de piel junto a las uñas, que arranca dolor y sangre. La más corta de todas está en la página 94: Un torrente de alegría se abre camino entre un mar de miradas heridas. Va referida al colegio de Daniel, en una tarde de padres.