Con esa cara de moneda antigua, perfil cetrino, gesto adusto y la montera en la mano como signo de respeto hacia la clientela que todavía no le conocía vestido de torero, David Mora cruzó los metros que separan el patio de cuadrillas con el burladero de matadores.

Ahí tienen la chufa las gentes del toro. Ahí rumian sus miedos y pergeñan sus planes, que en algunos al final resultan fechorías.

En ese lugar habitaba ayer todavía la memoria de un Padilla echao palante que ya le ha dicho al apoderado que no le quite ni una de las de América. Y no se pide un ternasco porque no se ve en el espejo. Qué tío.

En ese ambiente de empatía del público con los toreros se deshizo el paseíllo devolviendo a este barro su pátina de autenticidad. Recordándonos que los toros hieren, que incluso anuncian funerales, que ésto no es una disciplina atlética o una colección de alardes de pericia. Así nos reconciliamos con el toreo, que es expresión que nace de las entrañas, ese almacén de sentimientos que borbotonea cuando lo que ocurre en el ruedo tiene trascendencia. Y ayer la tuvo.

Saltó una corrida de toros cuatreños abundante en todo y con cada cosa en su sitio. Los dos primeros toros menos voluminosos pero descaradamente armados. El resto muy por encima de la media de lo que se ve por ahí.

No fue una corrida tontorrona aunque se moviese aparentando nobleza. Es más, tiró a menudo por el regateo o el peligro descarado como el del tercero. No blandeó y casi siempre fue al caballo a ley. ¡Atención, noticia!.

Pero no nos equivoquemos. Si el capazo de orejas justifica el paseo del mayoral, bien, pero me gustaría conocer el block de notas del ganadero. Así y todo, hubo emoción, la que pusieron los toreros apostando por un espectáculo que fue mejor gracias a ellos. Más gracias pues, ustés.

En ese ambiente de complicidad relatado entró en escena Serafín Marín, para siempre marcado como mártir catalán del toreo. Y puso a contribución una mano izquierda de seda que meció el viaje del de Bañuelos. Vestido de blanco y oro, ennoblecidos por tanto su níveos muletazos, dejó constancia de una emoción. Por que ésto, señores, no se podría hacer vestido con un chandal del Carrefour. Digo.

Y Alberto Álvarez no se quedó atrás. Nos regaló ese toreo suyo al natural... tan natural. Sin reservas. Ligado, como en su primero, hasta que el toro se quedó corto por el lado derecho. Mudó entonces de pitón para izquierdear antes de dejar una entera desprendida que le valió la oreja. Igual premio que en el quinto, al que después de encadenar dos series por el lado derecho y una por el otro lado, el toro se tornó receloso hasta el punto de obligar al ejeano a tirar de sacacorchos. La estocada entera culminó una labor de mérito que hizo conjunto de nivel.

El suceso fue David Mora. Desconocido para la mayoría y esperado por los aficionados, se descubrió con un quite al primer toro de Álvarez. Vaya que si le sopló una media de escándalo para rematar un quite que anunciaba rotundo aquí estoy yo.

Lo demostró jugándosela sin cuento con un toro, el tercero, que se frenaba ante los capotes, se picó trastero y llegó hecho un barrabás a la muleta. Mirón por el derecho, se le vencía a Mora hasta que se lo llevó al centro del ruedo para acabar asaltando sus dominios, ganándole la voluntad. En ese todo o nada (¿hay otro modo de pisar una plaza de primera categoría?) se dejó pasar los pitones por el bordado de su talequilla, resucitó la esencia del toreo y tras una estocada entera desprendidilla acabó rindiendo una plaza que le pidió dos merecidas orejas que el presidente negó. Hubo solo un trofeo y dos clamorosas vueltas al ruedo. La bronca al presidente se oyó en Castilla. En el sexto abundó en calidad y cobró oreja compensatoria.

David Mora fue asombro. Yo grito Mora, Mora, igual que los japoneses vocearon el código secreto Tora, Tora, Tora para festejar el éxito del factor sorpresa en el caneo amarillo de Pearl Harbor.