Hace unos días, Alberto Ruiz Gallardón anunciaba su dimisión como ministro del Gobierno de España. Al tiempo que realizaba esta declaración, comunicaba su decisión de abandonar la política. Gallardón pertenece a esa larguísima nómina de políticos profesionales que han desempeñado las más variadas responsabilidades en muy diferentes cargos. En su caso, ministro, presidente de la Comunidad de Madrid, alcalde de Madrid, entre otras. En suma, más de 30 años dedicados profesionalmente a la política. Por eso, para él, como para muchos otros de su condición, abandonar el ejercicio profesional de la política es sinónimo de abandonar la política.

Desde mi punto de vista, la profesionalización de la política es uno de los mayores cánceres de cualquier democracia. Cuando un ciudadano hace de la política profesional su modo de vida, paradójicamente abandona cualquier proyecto político, para intentar convertirse en un adecuado gestor de los intereses coyunturales de la organización en cuyas listas se presenta. El político profesional defenderá, en cada ocasión, lo que determine la dirección de su organización, coincida o no con sus planteamientos personales, pues esa es la única manera de continuar en las listas. Ello desemboca en el cinismo que caracteriza a nuestros políticos sistémicos, capaces de decir negro en la oposición y blanco en el gobierno, aborto sí, aborto no tanto, OTAN no, viva la OTAN. No es de extrañar, por tanto, el descrédito de esa casta política que, desgraciadamente, consigue enturbiar a la política en su conjunto.

Porque, evidentemente, existen otros modos de entender y ejercer la política. Y los acontecimientos políticos que estamos viviendo en este país apuntan precisamente en esa dirección. La irrupción de Podemos, la proliferación de Ganemos por todo el país, tiene que ver con ese deseo de una acción política diferente, alejada de la profesionalización, el elitismo y las jerarquías. Es mucha la gente cansada de ver cómo, elección tras elección, se secuestra su voto, se le pone al servicio de unos intereses que no son los suyos y que, por ello, exige nuevas formas de hacer política.

De ahí la ilusión que han generado movimientos como los anteriormente señalados y que dan voz a la ciudadanía. Precisamente en ellos se hace especial hincapié en cuestiones que pretenden evitar que los representantes institucionales se autonomicen de los colectivos que los eligen o se perpetúen en los cargos. Así se plantea la rendición de cuentas de los cargos públicos ante sus asambleas, la posibilidad de revocación de un cargo público si no desarrolla la política para la que se le ha elegido o la confección de listas por procedimientos participativos. Ciertamente, la legislación actual, confeccionada milimétricamente, tanto en lo electoral como en lo referente al estatuto del cargo público, para defender los intereses de la clase dominante, no facilita estos mecanismos.

LA TAREA que se plantea desde quienes se empeñan en cuestionar la política tradicional es titánica. Se trata, nada menos, que de refundar la democracia, rescatarla de las garras de quienes se la han apropiado y la han convertido en un cambalache entre profesionales de la política. No se trata, por lo tanto, de abominar de la política, sino de todo lo contrario, de dar a la política la dimensión participativa y democrática que tuvo en sus orígenes griegos. Dimensión participativa y democrática que, por cierto, la aristocracia se encargó de yugular.

Podemos, Ganemos, procesos participativos como los que propugnan Equo e IU entre otros, se convierten, en estos momentos en un referente necesario para democratizar la política. Los profesionales de la política, aferrados a sus intereses, intentan desacreditarlos calificándolos de populistas. Quizá porque en sus gestos temen ver a ese pueblo al que ya hace demasiado tiempo ellos traicionaron.

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza.