Me paré en una gasolinera a llenar el depósito del coche. A la hora de pagar, junto al mostrador, me fijé en un envoltorio que me resultaba familiar. Phoskitos 1972, decía, y añadía: "Edición Vintage". Cuando era pequeño había merendado esos pastelillos alguna vez. Junto a Bonys y Tigretones eran toda una fiesta de gurmet para el niño. Lo compré y ciertamente el primer mordisco fue todo un viaje hacia el pasado. Mientras conducía, con ese sabor a Transición en el paladar, me di cuenta de que se trataba de una operación comercial con toda su lógica. Era cuestión de tiempo de que algún espabilado trasladara el vintage a la comida, y si la operación Phoskitos funciona, no me sorprendería que en poco tiempo volvieran la Mirinda, el coñac Fundador o el flan chino El Mandarín. En realidad, mi generación es la primera que se pirra por la nostalgia comercial. Atrapados entre unos padres que compraban en el colmado de la esquina y unos hijos que se pierden en los pasillos de los hipermercados, los niños del desarrollismo fuimos experimentos del consumo salvaje y nuestra personalidad se forjó entre anuncios televisivos y modas absurdas. De ahí el éxito de libros como Yo fui a EGB o las reposiciones de Verano azul. De ahí también que seamos tan pesados con la nostalgia, en esas sobremesas donde siempre salen Heidi, ET, los Peta Zetas o la gabardina de Colombo. Que los más jóvenes no nos lo tengan en cuenta: al fin y al cabo, como casi todo, la culpa es del franquismo.

Periodista