En palabras de Carlos Carnicer, «la Justicia es el corazón de nuestra convivencia». Por ello es fundamental el respeto a jueces, fiscales y letrados de la Administración de Justicia como leales servidores en la defensa de los derechos humanos. Ciertamente, nadie está libre de error, pero la crítica fácil y radical de algunas sentencias y asuntos jurídicos es tan habitual como rudimentaria, sin reconocer el inmenso trabajo que la gran mayoría de estos profesionales realiza. Se acusa a la Justicia de lentitud, sin tener en cuenta las prolongadas jornadas laborales a que voluntariamente se someten sus funcionarios, los mismos a quienes también se recrimina falta de independencia, pero... ¿cuándo como hoy, tantas personas poderosas e influyentes se han visto sometidas a un proceso judicial? Las leyes no las hacen los jueces, pero sí las interpretan y han de ser su única guía. En pro del bien común, es necesario tanto que las primeras sean justas como que su aplicación se adapte de forma razonable a los requerimientos de cada situación, algo bien difícil cuando se escatima el número de juristas implicados y los condicionantes limitadores florecen sin proporción, pese a que la dilación de los procesos no son sino germen de arbitrariedad.

Por desgracia, los más vulnerables son quienes más pierden; quienes más precisan una reparación y peor pueden afrontar las deficiencias y errores derivados de una estructura parca en medios y poco operativa. Una Justicia justa, además de ecuanimidad y sensibilidad, requiere recursos tanto materiales como humanos. No basta con la voluntad y esfuerzo de unos profesionales que, después de ganar una dura oposición, intentan subsanar con su sacrificio personal las carencias del sistema.

*Escritora