España y sus regiones se han instalado en el ruido y la confusión. La economía --que tanto manda en estos cambios epocales-- va rematadamente mal. Y lo peor es que los remedios no parecen fáciles para un país que, en palabras de un ex ministro socialista, era paradójicamente de los primeros del mundo en alta velocidad y de los peores en nivel de empleo. Un país pobre pero con unos ciudadanos-cigarra que acumulan una formidable deuda privada que les ha rebotado como un mortífero boomerang.

Quienes tienen que aplicar los remedios, además, las están pasando moradas. No hace falta ser premio Nóbel de Economía para deducir que la brutal purga de aceite de ricino que son los ajustes sólo frenará uno de los grandes problemas: el despilfarro de las administraciones públicas. Porque los recortes están frenando, a la vez, el crecimiento económico, hundiendo a las pequeñas y medianas empresas -que son absolutamente vitales- y engrosando cada mes que pasa el contigente de desempleados. Se impone, por tanto, una reforma de la maquinaria estatal --incluida la autonómica-- y un modelo de gasto mucho más eficaz. Los recursos siempre serán escasos para cubrir las necesidades crecientes del Estado-providencia. Pero una gestión más profesional y razonable permitiría aplicarlos donde más se los necesita. Para dar sentido vital y esperanza a la generación de nuestros hijos, ya tan precarizada. La austeridad sin crecimiento económico no es más que la antesala del pandemónium nacional.

Periodista