Tanto Rajoy como Sáenz de Santamaría salieron a la palestra a proclamar que el referendo catalán no se había celebrado. Una absurda quimera.Para entonces, los medios de información internacionales enviaban a todo el mundo imágenes de gente votando y de policías cargando sin contemplaciones. Puigdemont se relamía de gusto y su relato adquiría consistencia. La torpe respuesta del Ejecutivo central le había hecho el juego a la perfección, encubriendo con las porras y las balas de goma los enormes déficits democráticos de la consulta programada por el Govern. La situación, ya lo sabíamos, estaba en un callejón sin salida. Ayer acabó estampada contra la impenetrable pared del fondo. En Cataluña, los independentistas habían impulsado una enorme movilización social, tan firme como autocontrolada. En otros lugares de España, la defensa de la unidad quedaba en manos de la ultraderecha. De Falange, en el caso de Zaragoza.

La tremenda equivocación de Moncloa fue consecuencia de sucesivos errores de cálculo. Como planificar (¿?) el control de toda Cataluña con diez mil agentes de la Policía Nacional y la Guardia Civil, que se vieron desbordados de inmediato. O no tener en cuenta el volumen real y la radicalidad del desafío secesionista. Por no hablar de un inmovilismo suicida anclado en míseros cálculos electorales. Lamentable.

Ahora nadie sabe qué puede pasar. En realidad, todos los actores políticos de este desastre están desautorizados. Los de Barcelona y los de Madrid. Pero aquellos han ganado el primer partido, «por goleada» (como dijo sobre la marcha el corresponsal en España del New York Times). La posibilidad de acordar algún día un referendo legal pactado y sometido a reglas de transparencia y calidad democrática se ha quedado en el Limbo. Y era (y sigue siendo) la única salida factible y razonable.

Desde que el Constitucional bloqueó el Estatut a demanda del PP, el problema se ha ido pudriendo. El resultado de las votaciones de ayer es ya lo de menos. Vamos cuesta abajo y sin frenos.