Peor que la derrota en Almería, de la que solo hace una semana aunque parezca un lustro, fueron las sensaciones que dejó el Real Zaragoza. Por mucho que defendiera su técnico la reacción de sus jugadores para acercarse al empate en el Mediterráneo, el equipo más pareció una cuadrilla de familiares mal avenidos en una pachanga de esas en las que no se pone en juego ni la honrilla. De puertas adentro se admitió entonces la insuficiencia de un bloque que no competía como se debe y exige. Se concluyó que esa era la principal causa de su bajo rendimiento, por encima de la presión, de las pautas del nuevo técnico, de la opacidad de alguno de sus enemigos, incluso del bajo nivel de alguno de los generales propios. Es decir, el Zaragoza perdía la batalla del carácter en casi todos los frentes del campo. Inaceptable, sin duda.

La maniobra de Juliá era inevitable pues. Había que meter en el equipo no solo fútbol sino energía, raza, carácter. Al cabo, personalidad guerrera. Como poco, firmeza y consistencia. Ya había contado Carreras que su fondo de armario eran jugadores de 7. Mejor explicado, no quería un futbolista de 10 que, cuando fallase, tuviese que ser sustituido por otro de 5. Lo que ha llegado, al menos en una primera apreciación, se acerca a la petición del técnico. El repóker de sietes abrió el futuro en el que se tiene que mover el Zaragoza, un equipo que, ahora sí, parece dispuesto a ir a la guerra. Deberá confirmarlo fuera de casa, donde solió perder bravía y determinación. Medirá su coraje en las dos próximas contiendas, Córdoba y Pamplona, con enemigos hostiles.

En conjunto, se puede considerar que los nuevos no lo parecieron tanto. De entrada, eso es notable. Deja varias lecturas, además. Una, para los que estaban, que ni funcionaban ni lo iban a hacer al menos que los trufaran o les metiesen competencia directa. Dos, para el trabajo técnico de un equipo indignamente perdido pasada la mitad de la temporada. Desde cero parte en febrero. Una barbaridad. Y tres, para la verdad de los futbolistas, que enseñan que el juego tiene menos secretos cuando se reúne a hombres que entienden el asunto de manera similar.

Eso fue lo que compuso un Zaragoza sobrio, incluso en los desajustes normales de los novatos. Todos, al cabo, entienden el fútbol como viene, incluso los lampiños. Joan Campins, por ejemplo. Los 20 años no le pesaron en las piernas como les ha pasado a tantos otros en La Romareda. Muy correcto en defensa, corrió muchos kilómetros en la banda, se atrevió con el balón y no rehuyó la pelea. Tiene margen y capacidad de crecimiento cuando gane peso y confianza.

A su izquierda, Alberto Guitián dejó una imagen estupenda. Anduvo muy concentrado en el juego aéreo y no se equivocó con el balón en los pies, con calma, pausa y elecciones sencillas. Su entrada es una gran noticia para una zona poblada de heridos y convalecientes. Queda por confirmar su sensatez futbolística, por aquello de que las primeras tardes, a veces, son diferentes. Desde luego, lo fue para Javi Ros, al que se le atragantó un tanto el rival. No es para menos. El Leganés pareció a ratos una roca. El navarro estuvo más voluntarioso que preciso, bien colocado aunque tímido. Se intuye por dónde va su discurso, al igual que el de Manu Lanzarote, al que le falta ritmo y fuelle. Fue el más bajo de los nuevos.

Queda Culio, que cumplió el guion. Crecerá y hará crecer el equipo, pero su carácter canchero, su dominio de las zonas y las fases del partido, su vigor mental, es dinamita para este Zaragoza que, por fin, parece decidido a ir a la guerra.