Laura lleva una dieta hipocalórica desde hace 16 años, casi desde que nació; así que tiene prohibida casi todas las comidas. Es una de las principales manifestaciones del síndrome de Prader Willi, comer sin límite, «hasta que se revientan», cuenta su madre, Gema Mohedano. «Si un diabético toma azúcar se pone malo, si un celiaco toma gluten, lo mismo, pero si un Prader come mucho no le pasa nada, no hay fin, su hambre es constante», explica

En su casa, la cocina está cerrada, pero «las estrategias que no utiliza para otra cosa, las usa para conseguir comida», cuenta y añade: «Nos ha llegado a quitar la llave y salido por la ventana para ir a la terraza que comunica con la cocina. Se las ha ingeniado para salir y eso que vivimos en un noveno», con el peligro que eso implica para ella y el estrés para su familia, porque es «una vigilancia constante» para que no tenga acceso a la comida y además «no sienta que la vigilamos», dice.

«De pequeña no le dimos a probar el chocolate porque le dijimos que le iba a sentar mal», explica. Pero un día lo consiguió «por su cuenta» y nos dijo: «Me habéis mentido», explica.

Gema se ha acostumbrado a decirle no a todo lo que le pide. Bueno, no se ha acostumbrado pero lo hace. «Tengo la sensación de que todo se lo prohibo», reconoce. Y explica: «cuando entras en una tienda y le ofrecen una piruleta, hay que decirle que no puede. Te mira y se muere de ganas de cogerla, pero sabe que en cuanto salga de la tienda se la voy a quitar». O ella misma dice no porque «yo estoy al lado» porque Laura es consciente de su enfermedad y su discapacidad y a veces pregunta «¿por qué no hay una pastilla que me cure?»

La sociedad española está acostumbrada a celebrar todo con una gran comilona, pero algo como Halloween, que en el colegio le dan dos caramelos, «a mí me supone tres días de crisis nerviosa». Su cumpleaños lo llama «día especial» y lo celebra con un sandwich de jamón y queso o una porción de pizza, pero sin gran fiesta porque «el círculo de amistades con el que se rodea es mínimo».

La comida es la gran obsesión de Laura, pero no la única. Cualquier frustración y algo que han planificado no sale bien implica «crisis nerviosas, que incluyen también agresiones, sobre todo a los más cercanos». Una crisis puede durarle tres o cuatro horas y luego dice: «No sé por qué lo he hecho si no quiero» y eso «es muy duro», señala su madre.

A Laura le diagnosticaron el síndrome a los 18 meses, aunque nada más nacer ya le dijeron a Gema que «algo no iba bien, pero no sabían el qué». Tardó más de 20 días en aprender a comer, así que «lo que no pueden hacer de pequeños, que es comer, es lo que de mayores les mata». Aprendió a andar a los 2 años y medio y ha conseguido muchos logros. Hasta 6º de Primaria fue a un colegio normalizado, donde los recreos eran un mundo, «recorriendo papeleras para ver si alguien había tirado un bocadillo o un batido», cuenta Gema. Ahora va a un colegio de Educación Especial y va contenta, aunque «a veces no quiere porque dice que hay niños más afectado que ella» pero no puede ir a uno normalizado. «Este verano estuvo con chicas de su edad y decía que no entendía de lo que hablaban», asegura.

Gema reclama más ayudas, porque hasta los 6 años los logopedas y las terapias son públicas pero «luego si quieres seguir, te lo tienes que pagar», señala.

Para la familia la situación es «complicada», porque «tu vida cambia por completo», todo el tiempo «se lo dedicas a ella y tu segundo hijo (Laura tiene un hermano de 9 años) va siempre a matacaballo, en segundo plano», concluye.