Siete años le ha costado a la hija de José (nombre ficticio para salvaguardar su anonimato y evitar el "estigma") conseguir el alta por su problema de anorexia. Y en ese tiempo, ha habido unos en los que ha podido llevar una vida normal y otros en los que ha sido «un infierno». Ahora, con casi 30 y tras un «proceso largo y duro» ya está curada, destaca orgulloso su padre, que cuenta que aún ahora existe «hipersensibilidad y cuando surge algún problema saltan las alarmas» pero en este caso es ella quien les tranquiliza.

En la familia se dieron cuenta de que algo ocurría cuando la chica comenzó 1º de Bachillerato. A final del curso anterior la vieron «más apagada, menos habladora, más triste» pero pensaron que era por «cosas de la adolescencia». Ese verano se acentuaron los problemas: «comía mucho menos» y las flautas con jamón que «le encantaban» empezó a quitarles el jamón y poco después dejó de quererlas. «Era mala comedora y había que pelear con algunas cosas pero comía de todo», cuenta José, quien añade que siempre había estado delgada y «con poco peso que perdiera entraba en una situación preocupante». Y eso llegó cuando «empezó a comer sano y eso se redujo a manzana, kiwi y lechuga» y a hacer mucho ejercicio, tanto que se convirtió en una «esclavitud», ya que llegó a caminar entre 30 y 40 kilómetros al día.

Tocar fondo

Ella no era consciente del problema y no ha sido hasta «el final de la enfermedad cuando ha visto lo que podía ser la causa». En su caso, nuevos miembros entraron en su grupo de amigos y cambió la relación entre ellas. «Le hicieron el vacío una temporada y se sintió abandonada», cuenta su padre, que relata que en clase hicieron grupos de trabajo y como ella tenía consultas e ingresos «nadie quería que estuviera en su grupo».

José relata que el primer año de enfermedad llevó una vida casi «normal» pero al final de 1º de Bachillerato llegó el primer ingreso y no fue hasta el primer año en la Universidad cuando «cayó al fondo, tocó suelo».

Nunca se rebeló a los tratamientos y el proceso hasta conseguir el alta «fue muy duro» ya que estuvo ingresada en varias ocasiones y no fue hasta el último cuando «le notamos un cambio de actitud». Tenía 19 años cuando «empezó a pelear consigo misma» y a vencer la enfermedad.

Asevera José que la desnutrición o la mala relación no es la causa sino «la consecuencia» y califica los trastornos alimentarios como «una adicción», ya que «la desnutrición actúa como un sedante, un calmante momentáneo» y al quitar esa sedación «vuelven los sentimientos dolorosos».

Los trastornos «te destrozan la vida social» y al salir de la enfermedad «la tienes que recomponer» porque «te quedas solo», la enfermedad les atenaza y genera obsesiones. Y en el caso de su hija es «admirable cómo lo ha hecho», concluye orgulloso.