El hijo adolescente de un amigo muy amigo (casi somos uno, de tanto como nos parecemos: la única diferencia es que él vive en Alicante junto al mar, y yo en Zaragoza con el cierzo), ha coronado junio con una espectacular traca final, llevando a casa de sus afligidos padres seis asignaturas cateadas, y de todos los colores (suspende matemáticas y física, pero también inglés y castellano, e historia y pre-tecnología): «Al menos» –dice mi amiguísimo– «es un suspenso general transversal, inclusivo e integrador». Pero muy a su pesar, la fuerza de la ley familiar ha tenido que ejecutarse, y aunque no es fácil meter en vereda a un chico de dieciséis años más alto, más joven y más guapo que uno, éste no ha tenido más remedio que aceptar fuertes restricciones de movilidad, embargo de todos sus ahorros y fuentes de financiación, secuestro del móvil y demás aparatejos electrónicos y prohibición absoluta de la playstation.

A pesar de las tardanza en la toma de estas medidas («ya me dijo mi mujer que la culpa era mía, por no querer meterme en jaleos ni follones cuando tuve que haberlo hecho» , me dice lloroso por teléfono, desde el Mediterráneo) cuando éstas han llegado, el joven interfecto ha bajado los brazo ipso-facto, ya que no tenía plan b alguno: con la inocencia –para lo que quiere– que aún tiene, tal vez esperaba que las asignaturas se aprobarían solas por ciencia infusa, que Pedro Sánchez le eliminaría esta curso pandémico del currículo si prometía votarle, o que Europa entera con Von Leyden a la cabeza se echaría a la calle para reconocerle su derecho a suspender todas las asignaturas que le de la gana.

Nada de eso ha sucedido, así que las medidas coercitivas se están aplicando con todo su rigor, pero eso está llevando a un claro deterioro de la convivencia («tener todo el día metido en casa a un adolescente» –dice mi amigo, compungido– «es una profesión de alto riesgo: no leen, no saben cocinar, son desordenados, acaban con toneladas de cereales, gastan mucha agua cada vez que se duchan, solo ponen reguetón, piratean tus contraseñas de Netflix y Spotfy, les gusta ver Supervivientes…). El hecho es que, con el paso de los días, empiezan a oírse voces favorables a una relajación de las medidas: sus abuelos interceden por él, la hermana mayor le echa algún capote, él mismo esboza propósitos genéricos y vagos («creo que voy a estudiar más, lo prometo»). Y como soy de una generación educada en democracia y un poco blandita, he asumido el riesgo de relajar la intensidad de las medidas (mientras mi mujer, metida en un deriva populista y demagógica, se va por el camino fácil de la dura y faltona oposición: «Eres peor que el hombre-blandengue de El Fary, que ya es decir…»).

Y la verdad es que no le falta razón (a mi mujer: o a la de mi amigo, que me estoy liando, y ya no sé ni lo que digo, ni si estoy en Zaragoza, o si vuelvo de Alicante): soy un blando y un pusilánime, es cierto. Y además por las tardes pienso que siempre me equivoco, y por las mañanas que nunca acierto. Así que esto seguramente no servirá de nada. Pero como decía Ortega y Gasset cuando hace noventa años le preguntaron qué había que hacer con un hijo con seis suspensos: «Eso es algo que no se puede resolver, sino que hay que vivir con ello, hay que conllevarlo». Pues eso, me digo.