Entender + con la historia

La ‘nueva’ Torre Nueva

La construcción sigue siendo, más de un siglo después, un añorado icono zaragozano

El memorial de la Torre Nueva en la plaza San Felipe fue derribado en 2002.

El memorial de la Torre Nueva en la plaza San Felipe fue derribado en 2002. / EDUARDO BAYONA

Sergio Martínez Gil

Sergio Martínez Gil

Este verano se cumplirán 131 años del final del derribo de la Torre Nueva de Zaragoza, que tanto tiempo después sigue siendo añorada por muchos zaragozanos y hace que de vez en cuando vuelva a presentarse la idea de su reconstrucción, como ha sido el caso por parte de una asociación que ha propuesto esta idea ya recurrente. Precisamente cuando hoy, 21 de abril, se cumplen 159 años del nacimiento del que fuera uno de los máximos defensores de la torre y que hizo todo lo posible por evitar su derribo: Anselmo Gascón de Gotor. Y no es para menos, pues aquella torre, que llegó a medir más de 80 metros de altura con su orgulloso y característico estilo mudéjar, se convirtió muy pronto en un símbolo de la ciudad, especialmente debido a la acusada inclinación de hasta 2’57 metros con respecto a la vertical y que llamaba la atención de propios y extraños. Así se ve en los dibujos e incluso fotografías de aquellos viajeros que ya en el siglo XIX pasaban por la capital aragonesa y que se quedaban realmente impresionados y maravillados. ¿Pero cuál fue la historia de esta singular torre inclinada?

Se levantó entre los años 1504 y 1512, durante el reinado de Fernando II el Católico, en lo que hoy es la plaza de San Felipe de Zaragoza, y su construcción fue ordenada por el concejo de la ciudad que deseaba tener una torre de carácter civil, pues no pertenecía a ninguna iglesia como solía ser habitual, y cuya función iba a ser la de alojar un reloj público para la ciudad. Desde entonces, y durante los cerca de cuatro siglos en los que estuvo en pie a pesar de esa importante inclinación, fue un símbolo de aquella ciudad en la que existían multitud de torres y campanarios, de los cuales también se han perdido buena parte de ellos a causa de las guerras, la dejadez o la especulación.

Además, no sólo se encargaba de embellecer a una urbe que durante los siglos XVI, XVII y XVIII fue conocida como «la Florencia de las Españas» o «Zaragoza la harta» por su riqueza. Por supuesto indicaba el transcurrir de las horas a los zaragozanos, pero también alertaba de peligros a los habitantes de la ciudad. Por ejemplo, si se producía un incendio, gracias al número de campanadas se podía saber en qué zona de la ciudad se estaba produciendo este para que se pudiera acudir a sofocar las llamas lo antes posible.

La Torre Nueva de Zaragoza en 1876, fotografiada por J. Laurent.

La Torre Nueva de Zaragoza en 1876, fotografiada por J. Laurent. / EL PERIÓDICO

Y si tuvo un papel clave fue durante los dos asedios a los que fue sometida la capital aragonesa por las tropas napoleónicas a inicios de la Guerra de la Independencia, entre mediados de junio de 1808 hasta la capitulación final el 21 de febrero de 1809. Al ser el punto más alto de la ciudad, además de estar situada prácticamente en el centro del casco urbano, sirvió como atalaya desde la cual observar los movimientos franceses, sus ataques, así como mandar o recibir información desde el exterior sobre si iban a llegar o no refuerzos para socorrer Zaragoza; especialmente durante el primer asedio, en el cual José de Palafox, capitán general de Aragón y máximo líder de la defensa, se marchó en más de una ocasión de la ciudad. Una vez más, y según el número de campanadas, desde lo alto de la Torre Nueva se avisaba por dónde estaban atacando los franceses, pudiendo así reforzar esa zona rápidamente. También desde allí se alzó la bandera blanca con la que se pidió parlamentar al mariscal Lannes una vez que era ya prácticamente imposible el continuar con la resistencia.

La Torre Nueva sobrevivió pues a guerras y otras calamidades, pero no a lo que se le vino encima a finales del siglo XIX, cuando las escasas voces que hablaban del peligro de una estructura inclinada que decían que se iba a caer de un momento a otro consiguieron finalmente que el ayuntamiento aprobara en 1892 su derribo. A pesar de todo se demostró que la torre no corría ningún peligro, pues su inclinación no se debía a que el terreno hubiera cedido, como pasó con la célebre Torre de Pisa, sino que fueron problemas de construcción desde el mismo inicio de las obras, cuando la rapidez de la obra y los materiales utilizados en la misma, especialmente el ladrillo, hicieron que fraguara antes por el lado que más daba el sol provocando la mencionada inclinación. Que no corría peligro de derrumbe estaba claro, pues una vez se tomó la decisión se cobró entrada a los zaragozanos para subir a lo alto de la torre para que disfrutaran de las vistas que había desde ella una última vez, consiguiendo así ingresos para costear las obras y los andamios. Unas obras que duraron un año entero, desde el verano de 1892 hasta el siguiente, cuando la torre desapareció de forma definitiva. Se había consumado el «turricidio», tal y como lo bautizó Anselmo Gascón de Gotor.

Eran otros tiempos, y desde luego la visión que se tenía del patrimonio cultural era diferente. O al menos así lo fue en Zaragoza, ya que no siempre ocurría así. Como ejemplo, apenas unos años más tarde, a las 9.47 de la mañana del 14 de julio de 1902, el famoso Campanile de San Marcos de Venecia se vino abajo, quedando sólo sus escombros para desolación de los venecianos.

Inmediatamente comenzaron los debates de qué hacer. Dejar la cosa como estaba, crear una torre nueva y más moderna acorde a los tiempos, incluso reconstruirla, pero en otro lugar de la ciudad. Finalmente ganó la opción del «donde estaba y como era», y por ello hoy en día, podemos seguir disfrutando de uno de los grandes símbolos de la capital del véneto y de sus incomparables vistas desde lo más alto.

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