Podemos hablar de muertos. De salvajes. De delincuentes. De asesinos disfrazados de ultras. E, incluso, culpar a las autoridades y la policía por no haber evitado esa batalla campal, habiendo recibido, aunque lo nieguen, varios avisos. No hace falta hablar de muertos, ni de asesinatos, ni siquiera de delincuencia para darnos cuenta de que la sociedad está muy mal.

Es posible que todo esto empiece en el lenguaje y en lo que toleramos. También en el racismo y la xenofobia que vemos y no criticamos ni señalamos. Ni denunciamos. Porque a Luis Enrique le escupieron en Mestalla. Y a Messi lo agredieron con una botella. Y una moneda. O las dos cosas. Y nadie hizo nada. Ni los colegas de grada de los agresores denunciaron a los protagonistas de esos hechos.

Y, perdonen que me meta donde no me llaman, o sí, pero Rubén Castro sigue jugando en el Betis, siendo su goleador, su estrella y, dicen, el hombre que los béticos creen que les devolverá a Primera, y debería ser expulsado de ese club porque una jueza ha probado que agredió, en cuatro ocasiones, a su pareja.

No hace falta hablar de muertos, ni de asesinatos, ni siquiera de delincuencia. Basta ver que los bobos de la Federación Española han prohibido hoy a los soñadores jugadores del Huesca lucir su nombre en las camisetas, quitándoles la ilusión de recordar así, de por vida, que un día jugaron contra el Barça. Hay que ser tonto, de verdad.

Al pensar en el crimen vinculado al fútbol, recuerdo a aquel joven árbitro de Regional murciano que fue perseguido por aficionados locales hasta atraparlo, atarlo de pies y manos y dejarlo en una vía muerta, con la cabeza colocada sobre uno de los raíles. Él era el único que no sabía que por aquella vía hacía años que no pasaba tren alguno. No hace falta hablar de asesinatos, ni salvajes, ni delincuentes. Miremos a nuestro alrededor. Y silenciemos los insultos. No más.