RINCÓN LITERARIO

La leyenda de Phileas y Achilleas

La leyenda de Phileas y Achilleas.

La leyenda de Phileas y Achilleas. / FREEPIK

Lydia Gallego Sánchez-Toril

De todas las mentiras, la literatura es mi favorita. Presta atención a todo lo que vayas a leer a continuación. Tómalo muy en serio, es mucho más real de lo que crees, más verídico de lo que parece. No te tomes nada a la ligera, quédate con cada detalle, cada frase, cada batalla. Nada es lo que parece. 

Todas las leyendas tienen parte de verdad y parte de mentira. Eso se debe a la transmisión, al bulo. Pero esta no, esta es una historia real, de dos amantes. Una historia tan hermosa como desgarradora. Dos vidas unidas de una forma tan mágica y débil a la vez, que no cabe lugar a modificarla, a intentar estropearla. Un cuento contado a los niños como una advertencia del amor, una fábula narrada por los trovadores a lo largo del mundo. Sea cual sea el contexto se narra siempre de la misma manera. Su pasado es como un edificio derruido por la tempestad del dolor, la gente no se atreve a crear una nueva construcción que oculte esas ruinas, porque al mostrarlas nadie podrá tergiversar lo que en realidad ocurrió.

Phalea ama a Achilleas. Achilleas quiere con locura a Phalea. ¿Qué más que el cariño eterno haría falta para unir a dos almas infelices? Un final agraciado para dos caminos desviados. Pero en aquella época, los dioses te exigían más. Atenea te imponía lealtad a los tuyos y valentía, nada de piedad hacia el enemigo. Ares te convencía de luchar, de ser agresivo, de destruir todo lo que encuentres, que el dolor es el mejor sentimiento que puedes provocarle a un ser querido. 

Phalea vivió viendo cómo su padre cumplía esos mandatos, cómo mataba por orden de otros, cómo se convertía en una marioneta innecesaria de los obesos de poder. Como, en vez de dejar su destino en manos de las Moiras, lo dejaba en manos de sus generales.

Phalea vivió huérfana de madre desde el primer instante en el que llegó al mundo; su madre murió en el parto. Se crió sola a la espera de un hombre que ejerciera un poder injusto sobre ella y la controlara, que le diera “una razón a su vida”. Porque claro, ella no era suficientemente humana para decidir, para saber lo que le convenía.

Achilleas, sin embargo, desde que tuvo uso de razón recuerda el taller de su padre, criarse entre diversas figuras de barro, frustración, presión y, de vez en cuando, problemas económicos. 

Achilleas, sin embargo, tendría ese día frío y helado grabado en su alma. Un día, 24 horas, pero que perdurarían más que cualquier vampiro. Algo que dolería más que ver árboles con siglos de vida perder sus hojas anualmente. Algo que lo dejaría marcado. El rostro contraído de su madre, la tensión en su cara, que se extendía por el resto de la polis. Los griegos, crueles y salvajes como una masa sin cabeza, como un átomo sin núcleo. Traían el mismo fuego de Hefesto, una destrucción que ningún dios aceptaría como ofrenda. Acompañado del asesinato brutal de su madre, delante suya, una perforación en el corazón. Unos segundos de acción transformados en una eternidad de sufrimiento.

Y ahora, Achilleas obligado, seguía el camino de aquellos que antaño le conquistaron. ¡Qué irónica es la vida, y cuanto dolor innecesario es causado en su nombre! Pero él no quería conquistar Troya, no. Achilleas iba a conquistar el corazón de Phalea. Sacarla de ahí, llevarla al fin del mundo. Si hacía falta, profanar templos, únicamente en nombre de la felicidad, en nombre de su hijo nonato, en nombre de lo que él pensaba que se merecían. Destruiría el mismo Olimpo si eso le permitía amarla eternamente bajo las llamas del inframundo y los ojos recelosos de Hades. 

 Y ahora, Phalea sufría el mismo destino de su amado. Sufría la conquista de Troya, observaba como marido y padre, suegro y yerno, se encaraban en una batalla sin final. Uno, al menos, que agradara a alguien. Seguían caminos sangrientos, pintados por generales cegados por la avaricia y dioses egoístas y avaros. ¡Qué la condenasen si querían por la ofensa! ¿Qué más podía perder, si todas las desgracias estaban por convertirse en dichas, desencadenando la locura? ¿Qué más sacrificio podían pedirle, si no era la eterna distancia entre el padre de su hijo, entre el amor de su vida? Solo quería felicidad, que había acabado por convertirse en algo material, algo por lo que pagar y no conseguir. ¡Qué deshonra de vida! Cuando, hasta el inframundo sería apetecible si podía verle sin manchas escarlatas dolorosas ocultando sus líneas.

¡Y cómo empatizaban con Medusa, por muy monstruo que fuera! Porque lo único que ella podría retener serían los recuerdos eternos y la imagen inmortalizada de los que alguna vez llegó a amar. 

Phalea ganaría a tejer a Atenea en su espera, Achilleas la ganaría en batalla para llegar a besar su agraciado rostro. Pero, a veces, ni sacrificar el mismísimo mar de Poseidón es suficiente. A veces, simplemente las Moiras deciden llevarnos por caminos ajenos, por caminos enemigos. 

Sin embargo, aunque la esperanza es inocente te entrena para correr detrás de lo que anhelas, por muy imposible o estúpido que lo vean los demás. Y esta misma creó la certeza en Achilleas de poder huír con Phalea cuando entrara en Troya bajo la vagina de un caballo enorme.

Era una estrategia cobarde, pero París lo prefirió antes de admitir que no pudo contra los Troyanos. A Phalea no le importaría, ella le vería a él como un caballero sobre un hermoso caballo que acudía a su rescate. Achilleas lo sabía, había logrado mandarle una misiva oculta. No sería un héroe como Hércules, pero sería suficiente héroe para él, para ella, y para su hijo nonato, quién fue engendrado en una escapada. 

Phalea, con sus cabellos dorados, despedía a su padre. Achilleas, con una melena castaña, se despedía del suyo. Con la certeza de que, ocurriera lo que ocurriera, no volverían a verlos. El ambiente de guerra es asfixiante, pero ellos no son capaces de ver más allá de sus obras y armas, de sus escudos y barro. 

Ninguno alcanzaría el Kléos, los recordarían únicamente por traidores. Pero preferían traicionar a un grupo de animales en vez de a sus corazones, en vez de negar la razón de su existencia.

Phalea debía esperar en la muralla más alejada, y así lo hizo. Su corazón pesaba, había cambiado un guerrero orgulloso por otro que conocía la cara que los dioses ocultaban.

Achilleas sabía exactamente a qué lugar dirigirse. A su lugar. Él no había cambiado nada, solo había elegido la espada sobre el escudo, pero no se arrepentía de ello. ¿Cómo iba a hacerlo?

Achilleas y Phalea, Phalea y Achilleas. Sus rostros se encontraron, sus miradas se conocieron, se retrataron. La adrenalina que sentían debía ser propia de un temprano castigo divino. Sus cuerpos querían explorar al otro, cumplir todas las promesas, rezar a sus propios dioses y ofender a los del Olimpo. Se iban acercando, el tiempo corría a cámara lenta. Cada paso estaban más seguros que aquellas cuerdas con las que intentaban atarlos no eran más que palabrería y creencias basadas en el poder. Porque su eterno amor, su tozudez infinita, podrían destruirlas. Podría haber sido así, era lo justo, pero precisamente porque los cuentos de hadas son para niños, los finales reales no coinciden con los felices. 

Sus brazos estaban a punto de abrazarla, sus labios estaban a punto de unirse en un juramento eterno. Pero no. Achilleas lo vió de reojo, Phalea no reaccionó directamente. Una flecha, procedente de algún lugar, con un objetivo, dispuesta a seguirlo sin preguntar, como los guerreros más fornidos.

Podría haber sido Artemisa, podría haber sido alguien vengativo, podría haber sido una casualidad pusilánime. Pero todo eso se desvaneció, dejó de importar. Tan pronto como se tomó consciencia de la situación todo se difuminó y, entonces, todo el dolor, todo lo sufrido, todas las injusticias, todos los pequeños momentos juntos, toda su vida y sus nombres que serían olvidados; su suma en su plenitud dejaría de tener sentido, de existir o de incumbir. 

Desde fuera se vieron unos segundos de la gran desgracia. Achilleas interponiéndose entre la flecha y Phalea, recibiendo un golpe directo al corazón. Phalea, recibiéndolo en la vagina, tras que la flecha lo atravesara y la alcanzara. Ambos murieron de la forma en la que no se les permitió vivir; juntos, inseparables. 

Ellos querían formar una familia, ser felices, añoraban libertad. No pedían grandes riquezas, únicamente lo que cualquiera debería tener. No buscaban grandes reinos, solo tener control sobre su vida. Poder agradecer libremente que sus caminos se hubieran cruzado.

Su hijo fue castigado por el “pecado” de sus padres. Alguien que no tuvo la elección de existir, a quién los dioses tomaron como efectos secundarios de la sanción. 

¡Qué desgracia, qué desdicha!

¿Qué le cuesta a la gente ver a otros vivir felices? ¿Qué daño podrían hacer al mundo dos amantes que sacrificarían todo por el otro?

¡Qué desgracia, qué ofensa!

Prometieron que cualquier destino sería mejor que su separación. Entonces les regalaron una eterna muerte juntos.

¡Qué desgracia, qué tristeza!

¿A dónde irán ahora? ¿Se les permitirá ser felices, en el más allá, disfrutar con su hijo ahora por siempre nonato? ¿O cómo reprimenda por su rebeldía les condenarían a una separación eterna, a un corazón desgarrado e inmortal?

La literatura es, de las mentiras, mi favorita. Pero no es más que eso. Cuando llega el momento uno debe volver a la realidad. Porque, ninguna de las historias fantasiosas leídas serán reales. Eso las hace interesantes, eso las hace novelas y leyendas. 

Pensé, mientras cerraba el libro que había estado leyendo: “Historias que Homero jamás contó”.