En Europa existe un pacto para garantizar la acogida a los refugiados de Ucrania. Ante el éxodo masivo de más de seis millones de personas, los Veintisiete firmaron una directiva que les otorga protección durante tres años. Una decisión absolutamente loable y que respeta de forma masiva, por primera vez, normas como la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, suscrita por estos estados.

Esos seis millones podrían ser también el número de sirios que abandonaron su país durante la guerra civil, sobre todo entre el 2014 y el 2016. Pero la percepción social y la aplicación de las leyes es radicalmente diferente con unos y con otros.

Frente a los sirios, o a los refugiados de cualquier otra nacionalidad procedentes de África u Oriente Próximo, los ucranianos ya no suponen problemas de seguridad, no quitan el trabajo ni traen enfermedades. Tampoco son migrantes económicos que buscan oportunidades. De repente, no somos racistas ni insolidarios; no somos testigos de narrativas xenófobas ni de políticas hostiles. No hay tráfico ilegal de citas para regular situaciones irregulares.

En menos de dos meses, España ha recibido a más de 130.000 ucranianos, y cerca de 104.000 han podido regularizar su situación en tiempo récord.

Con la desgracia ucraniana sucedió todo lo contrario. España puso en marcha un procedimiento para proporcionar en 24 horas permisos de residencia y trabajo a estas personas. Para los refugiados de este país, la UE, en apenas una semana, ya tenía activado un plan de emergencia y transporte gratuito.

La respuesta de los países europeos a los refugiados ucranianos debería enseñarnos que hay una forma mejor de responder. Nos parece un hecho vergonzoso que los Veintisiete no actúen del mismo modo con quienes huyen del resto de guerras. Es inexplicable que no haya, por ejemplo, un protocolo que proporcione vías rápidas y seguras a aquellos que se juegan la vida cruzando el Mediterráneo para escapar de otros tantos conflictos.

Clara segregación en empatía y derechos

En menos de dos meses, España ha recibido a más de 130.000 ucranianos, y cerca de 104.000 han podido regularizar su situación en tiempo récord. Y nuestro país ha seguido marchando igual que antes. No se ha producido la temida quiebra del Estado del bienestar ni se ha disparado alarma social alguna. Pero, como contrapartida, el año pasado, la tasa de reconocimiento de protección internacional en España permaneció significativamente baja, con solo un 30% de casos reconocidos, apenas 20.000 personas.

Hay una clara segregación en empatía y derechos. Si bien el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, celebró la nueva compasión, generosidad y solidaridad en los países vecinos de Ucrania, añadió también que «es importante que esa solidaridad se extienda sin discriminación de religión o etnicidad».

Porque, mientras en buena parte de las fronteras con Ucrania, y en la mayoría de los países europeos, a los refugiados ucranianos se les ofrece comida, abrazos y solidaridad, a los de otros países se los recibe con material antidisturbios y concertinas. Es hora de que tratemos a todos los refugiados, independientemente de su nacionalidad y origen, como hemos tratado a los ucranianos.