"Se lo comen. Ni siquiera puede cruzar la calle él solo". Ni hacer la compra. Ni tampoco tomarse una caña en los bares de Lavapiés, ni ir a los estrenos en versión original, ni subir al metro en Vallecas, ni volver a casa callejeando. Lo admiten con una mezcla de altanería y angustia vital sus amigos más cercanos. Pablo Iglesias solo existe ya en el Parlamento Europeo y en las tertulias de televisión, porque el resto del tiempo es llevado y traído como una reliquia, como una promesa poderosa, a la que se debe preservar de las masas.

Resulta paradójico: el líder que se dice más cercano al pueblo ha necesitado que levanten un muro para sobrevivir a la sobreexposición y el acoso, a pesar de que él se resiste como gato panza arriba, aferrado a la determinación de llevar una vida normal. En Bruselas puede hacerlo, y tres días a la semana vuelve andando desde el Europarlamento hasta su piso compartido, 10 minutos de paz, pero en España vive rodeado por un equipo que trabaja a destajo para apartarle de los espontáneos y tratar de estirar los días para que todos los actos quepan en la agenda. Él mismo lo admite. "¿Entrevista conmigo? Ni idea, eso lo lleva mi equipo. Yo soy un papagayo que va repitiendo lo mismo a cada periodista".

Nadie en Podemos parece preguntarse si esta forma de aislamiento preventivo corre el riesgo de acabar inoculando en Iglesias un precoz Síndrome de la Moncloa, que aleja a los mandatarios de la realidad, y les hace creer que la vida es la que late en las encuestas, los plasmas, los tuits y los platós.