Debe de ser cosa del jefe de compras --a él/ellos habrá que pedir cuentas cuando se arrastre el último toro de la feria-- pero esto no remonta. También tienen su culpa los ganaderos, que son los que tienen en el cajón y bajo llave los libros de las ganaderías, con sus ascendencias y, en el caso de esta feria, tantas y tantas descendencias... a los infiernos de la mansedumbre.

Sin ser de catástrofe, ayer volvimos por donde solíamos. Séase la desesperación de ver que, toro tras toro, ya no esperas que salte a la arena ese que te despierta, que te devuelve la ilusión por volver a la plaza al día siguiente. Ya nos conformamos con mediocridades que vayan y vengan y se dejen trapacear con más o menos fortuna, con más o menos arte.

Los Lozano presionaron el botón del volquete y descargaron ocho toros en los corrales de La Misericordia (apropiado nombre). De ellos, siete terminaron en el desolladero por la vuelta a los corrales del tercero, cualque siete bocas menos este invierno. ¡Toma Zaragoza!

Ellos, que fueron empresarios de esta plaza y que saben cómo funciona el negocio, se quitaron de encima seis maulas con edad que ya no hubieran podido lidiar y quien sabe, acaso tampoco vender siquiera para correrlos por las calles de cualquier pueblo de Levante, que ahí está el mercat hoy por hoy.

Se despidió Valverde

También tiene pelés que el salmantino (teniendo la feria de su tierra en septiembre, vamos, ayer) venga despedirse a Zaragoza, dicho sea sin ánimo de enredar. Pero hete aquí que la ovación de bienvenida fue más calurosa que la que se tributó a Jesús Millán ¡el día del Pilar!, siendo éste de Garrapinillos, municipio todavía perteneciente a Aragón. ¿Nobleza baturra? Me empelmizo: con los de fuera.

¿Categoría humana? La de Serafín Marín, que fue el más elegante y cortés teniendo el detalle de brindar su primer toro a su compañero en la despedida, cosa que ni Francisco Rivera, por malnombre Paquirri y El Fandi, apenas se plantearon. Aquí, cada quisque canta la gallina tarde o temprano.

Y los seguidores de Serafín, ese mártir condal que se ha echado al hombro todo el peso de la cruzada catalana, se complacerían en ver con qué tremenda dignidad sacó adelante la tarde.

Porque a su primero, un toro de buena condición que se fue apagando poco a poco en la muleta, le largó percal con buen aire en los momentos iniciales.

Por fin, una oreja

Para abrir su labor en el último tercio se clavó al suelo con determinación para homenajear a Manolete. Los estatuarios, en realidad lo fueron, sin aspavientos ni teatralidad. Buena medida la de llevar al toro por los aires, sin obligarlo a humillar.

Y con la muleta, tiempos muertos entre serie y serie para que el toro se recuperase. Que no. Porque se fue haciendo cada vez más pequeñito, más poquita cosa y como Serafín pinchara hasta tres veces antes de dejar una estocada, se esfumó el premio, que no el reconocimiento ganado.

Quizá como compensación, la oreja cayó en el otro. Un animal de peor condición en el que él puso lo que el toro no tenía. Chicuelinas ceñidísimas citando de frente por detrás, firmeza y determinación en la compostura del trasteo y la estocada de una vez balancearon el platillo del éxito a la vera de su barretina.

También Miguel Tendero anduvo espabilado. Admirable la listeza con la que diagnosticó que el pitón derecho de su primero era el único bueno. Ese toro, que viajaba muy por abajo de las telas al principio, se fue quedando en nada paulatinamente, pero mientras tanto dejó entrever el magín despierto del joven albaceteño. Ante el otro, una prenda que se mal picó en chiqueros y por etapas porque el tío salía de naja en cuanto sentía la puya, se justificó, que no es poco. Lo liquidó de media estocada efectiva cuando, acobardado, el toro se mudó definitivamente a las tablas.

Peor fortuna tuvo Valverde, que se enfrentó a un manso que salía rebotado de todo: caballos de picar, capotes, muletas... y se mostró tesonero y pundonoroso con el cuarto. Tanto nadar para llegar a morir a la playa.