Desde que en la Noche de San Bartolomé , los libertinos, venales y católicos miembros de la corte real francesa ajustaron cuentas con sus estirados y austeros vecinos hugonotes, la Galia ha sido siempre el paradigma de la libertad de costumbres. En ese sentido servidor es francófilo. Por lo cual estoy siguiendo con mucho interés los debates que se dan en el país vecino sobre el uso por las escolares de esas braguitas-tanga destinadas a sobresalir como una alegre mariposa erótica desde los pantalones bajííísimos de cintura que ahora llevan las chicas. ¡Ay!

Los enseñantes franceses, como bastantes de los profes españoles que conozco, quieren que sus alumnos y alumnas vistan con un mínimo de corrección. Ni velos prohibidores ni tangas incitantes. Pero cualquiera frena ahora a la chiquillería. Los padres dan rienda suelta a la prole desde la más tierna infancia, y a la altura de la adolescencia, edad perturbadora donde las haya, los nenes y las nenas están ya fuera de control. Así es que los sábados por la tarde, cuando me vengo hacia EL PERIODICO soslayando la zona del Rollo , he de cruzarme con unas singulares pandillas de quinceañeros (los hay de doce años y los hay también de diecisiete) cuyos integrantes masculinos parecen un cruce entre legionarios tronados y macarras del Bronx: tatuajes, peinados extremos, camisetas de marcar músculos e inverosímiles piercings ; ellas, a su vez, semejan putoncitos esquineros de los barrios pecaminosos de Bangkok. Vicente Rubio, el psiquiatra zaragozano, considera que los jóvenes españoles de nuestra época desarrollan trastornos de la conducta por culpa de la permisividad. Estoy de acuerdo.

Entre los doce y los catorce años, las criaturas pasan de ir acompañadas hasta la puerta del colegio a salir de noche más allá de las dos de la madrugada. Y encima sus modelos son las petardas televisivas y los furbolistas galácticos. El tanga, tan chulo, se ha convertido en el símbolo de una tierna generación idiotizada.