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Antonia. Mientras, el forense se coloca una bata verde y coge su cámara de fotos digital.

Tras quitar la lápida, los enterradores sacan varios ramos y coronas de flores secas y ennegrecidas por el tiempo y la desidia. "Tus amigos", se lee en una de ellas. Y aparece una bandera de España que introdujo en el nicho el hijo de Vegas. La madre la recoge sin dudarlo, como si se tratara de un tesoro.

Los operarios extraen el ataúd, que es idéntico al nuevo. Con un Cristo en el centro. Justo cuando sale del nicho, la emoción desborda a Loreto, Rosa y Araceli, que sin embargo mantienen el tipo con tesón. Fuera la tapa, fuera el precinto de cinc. Pero antes, Carlos se apresura a recoger un bonito dibujo del pato Donald que hizo el pequeño Alejandro para su padre y que colocó sobre el féretro. "También pegó en la tapa un pendiente que le gustaba mucho", cuenta la viuda de Vegas. Un pendiente que Yolanda encuentra. Ese pequeño detalle provoca el único instante de relativa felicidad.

Entonces llega la labor del forense, quien fotografía la negra bolsa del cadáver y la deposita en el otro ataúd. Silencio. El y la mujer llevan mascarillas, pero para los familiares no deben quedar, a pesar del fuerte hedor. Se intuye una silueta alargada, de apariencia humana. Llanto desgarrado. Vuelta a precintar y al coche fúnebre. "¡Ya se lo pueden llevar!", grita el forense.

La representante de la funeraria se despide de Rosa, pero no hay palabras de afecto hacia los Vegas, que muestran su malestar en voz alta. "¡Qué hipocresía!", exclama Antonia, quien sin embargo agradece la presencia de la comisión judicial.

Todos se despiden apresuradamente, pero nadie se olvida de besar al resto. Rosa desea seguir al coche fúnebre hacia Madrid. "Lamento que nos hayamos conocido por algo así" es la frase más repetida.

Comienza la persecución al vehículo, que se ha escapado minutos antes. Ninguna habla, pero poco a poco despiertan del latigazo. "Cuando estaban sacando el féretro me he acordado de Trillo, de Aznar y de toda la cúpula militar. Y he pensado en lo feliz que sería si tuvieran que pasar por esto", afirma Rosa compungida.

El coche alcanza a la comitiva fúnebre. Y la viuda de Alvarez se sincera: "Hoy hace 18 meses que lo incineré. Seguirlo desde atrás es lo que más me ha llenado. Pero esto no acabará hasta que lo incinere y lo tenga en casa".

Loreto relata que durante la exhumación recordaba la imagen de su padre en la Base Aérea de Zaragoza, destino de ambos. Su mirada parece risueña. "Aunque los test de ADN me digan que es él, sigo pensando que puede aparecer por la puerta", precisa. Araceli, por contra, desvela que en esos instantes imaginaba a su padre "en su pueblo de Asturias, jugando al mus, que se le daba muy bien".

Durante 200 kilómetros, el coche no se despega de Joaquín Enrique. "Seguro que nos está echando la bronca por haber tardado tanto tiempo en sacarlo del nicho", bromea la viuda. El siempre quiso ser incinerado.

Pero a 40 kilómetros de Madrid, el vehículo en el que viajan las tres se queda sin gasolina. Y Rosa se ve obligada a despide a su manera: "No pasa nada. Ya estuvimos con él. Adiós cariño. Hasta pronto". Y tres besos vuelan desde el coche.