Los techos de la sociedad se han ensuciado tanto que esa lluvia negra y viscosa que gotea desde las alturas ha provocado en el ciudadano terrenal un continuo estado de incredulidad en las instituciones, de desconfianza en las personas que deberían representar y defender los valores fundamentales. La utopía está habitada hoy por presuntos estafadores que duermen entre barrotes de carne y hueso; de gobernantes refugiados en sus bastardas fortunas contra el asedio de la inerme y débil justicia; de actores secundarios circulando por la sala de los tribunales como glamurosos artistas del gansterismo. Apenas hay espacio para la fe en este escenario en llamas donde sólo se consumen las almas de los inocentes mientras la repugnante orgía de los sinvergüenzas preside los altares.

El deporte forma parte indisoluble de la comunidad. Los tiempos y su seductor atractivo le han concedido un lugar de privilegio en el juego de los espejos, pero la imagen que nos devuelve esta desligada por completo de la nobleza con que fue concebido. Su progresiva vinculación con el profesionalismo hasta transformarse en puro y egoísta negocio ha hecho que la política de baja alcurnia y una jauría de empresarios sin escrúpulos se amanceben para compartir la explotación. Esta infecta simbiosis acoge todo tipo de parásitos, falsos profetas, rateros oportunistas, dirigentes absolutistas y un número considerable de ídolos de barro. El deporte profesional ya no es ejemplo de casi nada sano, con excepciones puntuales que sostienen la integridad como últimos portadores de una antorcha que se apaga.

Por un niño francés de 18 años se quieren pagar 200 millones de euros... Y la prensa, que debería(mos) frenar su agonizante descrédito con la crítica que un día la hizo poderosa, informa excitada y enferma de complicidad de un barbarie más, presentado la indecencia como un derecho de la ley del mercado. Pocos clubes no están arruinados, maquillados por la complaciente inyección de capital patrio y público, de turbios avales privados, compitiendo por deslumbrar entre la basura. El dinero sirve para mantener con vida artificial una estructura insostenible, disfrazada de un enriquecimiento del espectáculo que, sin embargo, emprobrece por la desiguladad de la repartición de los beneficios. Lo que importa de verdad, para gloria del tercermundismo, es perpetuar la brecha entre los palacios y las chabolas.

La paradoja es que este paraíso de tramposos, rufianes, vividores y otras especies que se reproducen en las cloacas de la lujuria económica se alimenta de la virginidad, de sus canteras o del rapto de los brillantes alumnos de escuelas ajenas. El deporte base es el último refugio para recuperar la cordura y comenzar, si esta ingenua propuesta es posible, la regeneración de un universo apasionante pero mutilado de principios a medida que los tentáculos de la intermediación tientan a padres y chicos con abrazos de glorias imposibles. No es sencillo delimitar y establecer espacios naturales y protegidos contra la temprana intromisión, pero podría ser un principio bajo el amparo de una estructura mucho más profesional y tecnificada que en la élite. Porque pocos parecen comprender que para recoger deslumbrantes u honestas cosechas hay que sembrar sin urgencias. Con cariño, mayúscula dedicación y un riego constante de fundamentos. Para formar personas que sepan competir en un firmamento justo, no en el actual, ensombrecido por una lluvia de estrellas fugaces con los bolsillos llenos de monedas y el corazón mercenario que le enseñaron los señores de la viscosidad.