A Carlos Moyá, mallorquín de 28 años que es el jugador más veterano del equipo campeón de la Copa Davis, le costó ayer encontrar palabras para expresar sus sentimientos y tuvo que recurrir al manido ejemplo del sueño materializado. Pero, por una vez, la metáfora llevaba detrás toda una carga de verdad, porque si por algo estaba obsesionado Charly era por ganar la ensaladera de plata. La herida de Barcelona-2000 --donde fue descartado en favor de Ferrero, Costa, Corretja y Balcells --no estaba cicatrizada, y el año pasado se quedó en puertas del título en la hierba de Melbourne. Pero ayer, sí. Ayer, ante 27.200 espectadores que corearon su nombre, que le adoraron, Moyá pudo hacer realidad lo que llevaba tanto tiempo esperando. El ganador de Roland Garros en 1998, finalista a los 20 años en el Abierto de Australia, que a los 23 llegó a ser número uno del mundo durante varias semanas y que fue finalista del Masters en 1998, ante Corretja, sólo había soñado durante los dos últimos meses, desde que se sabía finalista, con no fallar en su gran día: el día de ayer.

La noche anterior a su decisivo partido contra Roddick, Moyá se despertó varias veces. Ya le había pasado en otras ocasiones, según confesó ayer. Pero no con tanta intensidad. Sabía que su gran momento había llegado. Pero sabía que no podía fallar. Estaba a punto, maduro, y en los dos últimos meses había entrenado bien y había jugado mejor.

Una cierta mala fama de flaquear en los momentos decisivos le acompañaba. Pero ya no pasará más. No, después de lo de ayer en Sevilla. "Si no aprovechaba esta ocasión, no sería un ganador", confesó. Pero la aprovechó. Nadal había dejado el viernes a Roddick "un poco tocadillo" y Moy entró en la pista nervioso, inquieto. Una sensación que se le olvidó tras el primer golpe. "He aguantado bien de cabeza y he sobrevivido al día más importante", siguió explicando ayer, una jornada inolvidable en la que culminó la conquista de su gran obsesión, un sueño cumplido.