Hace un año, con motivo de la Copa Confederaciones, Brasil encontró la llave no solo para derrocar a España con una cruel goleada sino para dibujar su camino hacia la final de Maracaná del próximo domingo. No imaginó, sin embargo, que llegaría a su semana más decisiva huérfana, desamparada, abatida, desolada. Huérfana de su gran estrella (Neymar está desde el sábado en su casa, inmovilizado, con una fractura en su espalda), desamparada porque ha perdido al verdadero brasileño, al talento puro, abatida además porque Thiago Silva, su faro en la defensa, está sancionado y desolada porque teme no llegar ni siquiera a Maracaná, el paraíso prometido.

No es una selección, ni tampoco un equipo, es un país representado en el rostro furioso y, al mismo tiempo, deportivo de David Luiz, el central que se ha puesto el primero de la fila para combatir el aire depresivo que asola a sus compatriotas tras ver a Neymar salir llorando de Fortaleza. Scolari había construido algo más que un equipo. Era la familia Scolari. Pero su columna vertebral se ha roto.