En los últimos tiempos, todos sabemos las causas y también las consecuencias, ser entrenador del Real Zaragoza y mantenerse un tiempo largo en el cargo ha sido una misión imposible. No había un técnico en el fútbol español que fuera capaz de sobrevivir a la empresa. Ni los que llegaban al banquillo con un bagaje a sus espaldas, ni los experimentos con gaseosa, ni los que fueron apuestas de la casa con conexión sentimental, ni los de segundo nivel con aspiraciones de alcanzar el primero, ni los que apostaban por un juego alegre, ni los ultradefensivos. Ninguno. Todos acababan igual: despedidos por una u otra razón y siempre con malos resultados a su estela.

Ahora, los nuevos propietarios, y Martín González es un firme defensor de esta corriente, se enfrentan al reto de revertir aquella maquiavélica conducta e instalar y creer firmemente en un modelo opuesto con sus entrenadores. El implicado, Víctor Muñoz, tiene ante sí el desafío de ser el primero que perpetúe una nueva manera de hacer las cosas y esquivar el sino de su legión de antecesores.

No lo tendrá fácil. Encara un escenario enrevesado: va contra el reloj; su plantilla es competitiva en máximos, se tambalea con alguna lesión y se cae con varias; ha de equilibrar la enorme corriente de ilusión social con el rendimiento deportivo y, ya en septiembre, tiene una masa de gente recelosa con sus planteamientos y con él. El Zaragoza necesita un técnico estable, pero Víctor necesitará pronto resultados para que la atmósfera no se vicie.