Aquella soleada mañana me levanté con un intenso olor a caramelo. Me asomé por el balcón para ver si algunos de esos feriantes que venden deliciosas chocolatinas se había acercado a mi casa para atraernos con su dulce aroma, pero no era así.

Bajé a la cocina, que estaba totalmente vacía excepto por ¡la olla encendida! Corrí a apagarla, pero me detuve al instante al oír la voz de mi madre.

La busqué por el salón, el sótano, las habitaciones, la entrada… hasta dar con ella en la misma cocina donde había estado antes. Di un paso hacia ella pero no se percató de que estaba allí.

Esto me resultó extraño, porque mi madre tiene muy buen oído y siempre se entera de cada movimiento aunque no esté mirando.

Di otro paso pero no me quise acercar demasiado. Mi madre estaba extraña y no sabía por qué.

Seguí avanzando hasta alcanzar una distancia de separación con ella de unos diez centímetros, los cuales alcancé de sobras con mi brazo extendido, que rozó su hombro.

Mi boca se abrió tanto que casi se me desencaja la mandíbula. No rocé a mi madre, más bien la traspasé.

Me quedé embobado mirando mi brazo traspasando el cuerpo de mi madre. ¿Cómo era posible? El caso es que algo extraño estaba ocurriendo, y no era precisamente uno de esos casos en el que caen gominolas del cielo. Más bien yo diría que era uno de esos casos en los que cae un rayo en un sitio y al cabo de un par de días vuelve a caer en tal sitio, como si en este hubiera una maldición o algo por el estilo.

Tras darme cuenta de que mi mirada se había paralizado, mi mente reaccionó y se quedó pensativa, mirando a mi madre con la mesa ya preparada, dos platos y unos cuantos cubiertos.

De repente, alguien llamó al timbre. Yo me pregunté quién podía ser y, acto seguido, pensé que sería el cartero.

Mi madre abrió la puerta con una sonrisa, con la que recibió a mi padre. Lo más curioso era que mis padres se habían separado desde hace ya un tiempo, y no se llevaban precisamente bien.

Me fijé en sus rostros, su físico, sus gestos y su actitud, los cuales estaban muy cambiados.

Sus rostros habían rejuvenecido, se notaba que tenían mejor forma física, sus gestos eran más cariñosos, agradables y más móviles y su actitud más juvenil. ¿Eran realmente ellos? ¿Qué estaba pasando y por qué? Todo eran preguntas para las cuales no encontraba respuesta, hasta que conseguí responder a una de todas ellas: ¿Eran realmente ellos? Estaba claro que sí, como también estaba claro que había retrocedido en el tiempo.

Todo esto era cierto y chocante, pero me resultó más curioso e intrigante saber el estado de aquellos hombres que vi a través del sucio cristal de la cocina.

Parecían tristes, pero a la vez alegres. Vestían con túnicas negras y máscaras que cubrían sus caras por completo, dejando ver solo sus pupilas y parte de sus labios. Solo por curiosidad, quise acercarme a ellos, y así lo hice.

Una vez allí, me senté en el robusto banco de madera donde se depositaban aquellos señores y les pregunté por su estado de ánimo, por sus prendas y por mi aparición en otro mundo. Los tres hombres me miraron pensativos, y se quitaron las máscaras todos de vez.

Tras estas, se podían contemplar tres hombres idénticos, diferenciados solo por una única característica, el material. Cada uno era diferente por el material del que estaba hecho. Uno era de oro, otro de chocolate y el restante de carne y hueso (un humano normal)

El hombre de chocolate dio un paso hacia mí y me dijo que eligiera a uno de ellos para cambiarme la vida por completo. Si no lo hacía, me quedaría atrapado allí para siempre, y eso no era lo que quería ni lo que me convenía.

Esto fue lo que me explicó de cada uno de ellos: Si elegía al de oro, me convertiría en oro, y conmigo todas las personas a las que tocase. Si elegía al de chocolate, me convertiría en chocolate, y conmigo todas las personas a las que tocase. Si elegía al de carne y hueso, volvería a mi época y viviría feliz como antes.

Medité mucho, porque esa decisión decidiría mi futuro y cambiaría mi vida, pero finalmente tomé una decisión. Elegí al hombre de oro. Pensé que podría venderle el oro a un comerciante, y como solo transformaba a las personas en dicho material, no tendría problemas para comer.

Ahora el hombre de oro fue el que dio un paso al frente, me miró con seriedad y chasqueó los dedos. Poco a poco, mi cuerpo fue transformándose en oro, y con él mi ropa. Lo que no había meditado antes, era que si me convertía en una persona hecha con oro, no me podría mover.

Y así acabé, como una estatua perdida entre ruinas que si te toca te convierte en una persona de oro, como yo, pero recuerda que sin poder moverte.

No seas avaricioso y medita tus decisiones antes de tomarlas. No pretendas tener todo lo que siempre has querido y quedarte sin nada.