Echando la vista atrás, recuerdo como si fuera un sueño, cuánto me gustaban todos los juguetes que tenían ruedas. Igual era un cochecito pequeño, una moto, un triciclo, un tractor, un carro de la compra o un carrito de bebés.

Me encantaba ver cómo rodaban y corrían en todas las direcciones, por eso, cuando mi bisabuela Nieves me regaló mi primera bici me sentí un niño con mucha suerte, tanto que daba saltos y aplausos sin parar.

¡Qué sorpresa! ¡Qué alegría! Tenía muchísimas ganas de montarme y recorrer el mundo en mi bicicleta, pero claro, tenía que ser paciente y esperar porque mi madre, sin casco, no me dejaba probarla. Eso hizo que cada vez tuviera más y más ganas y empezara a ponerme un poco nervioso. Pero no me quedó más remedio que aguantarme.

Al fin, el gran día llegó. Bien equipado, como debe ser, di un par de vueltas por mi calle. Me sentía feliz y libre notando el aire en mi cara y lo mejor de todo es que era muy divertido.

Lo que no me gustaba eran las rueditas de atrás. Me empeñé en decirle a mis padres que las quitasen pero no querían porque pensaban que me iba a caer. Me decían que con menos de tres años era muy pequeño y yo que sabía que era mayor los convencí.

No os imagináis las caras de sorpresa que pusieron al ver que me monté y di una vuelta sin caerme. Y no os imagináis lo orgulloso que yo estaba con mi bicicleta.