No fue hasta el 2013 que la alemana Margot Wölk, con 95 años, desveló que en la segunda guerra mundial los SS la obligaron a ser una de las 15 mujeres que durante casi tres años probaban a diario la comida que luego consumía Adolf Hitler para prevenir un posible envenenamiento. Sus compañeras fueron fusiladas por los rusos y solo ella sobrevivió a la guerra, huyendo gracias a un teniente nazi con el que tuvo una relación, aunque no se libró de ser violada por los soviéticos. La tardía revelación de aquella anciana llevó a Rosella Postorino (Regio de Calabria, 1978) a buscarla para entrevistarla, pero Wölk murió antes. Ello no impidió a la autora italiana recrear su historia, tras tres años de investigación, en la novela La catadora (Lumen), galardonada con el Premio Campiello (y con los derechos para el cine ya vendidos).

La joven protagonista, Rosa Sauer, se inspira en Wölk, secretaria con el marido en el frente, que dejó Berlín cuando un bombardeo destruyó su casa y se fue a vivir a la de sus suegros en un pueblo de Prusia oriental, cerca de la Guarida del Lobo, cuartel general de Hitler, donde la reclutaron como catadora. Su relato fue para Postorino «una obsesión» que la llevó a buscar noticias y testimonios sobre aquellas mujeres. «Nadie sabía nada de ellas», cuenta por teléfono amablemente desde Madrid, donde se encuentra. «Sientes que ellas no tenían alternativa, ¿cómo le dices que no a las SS? ¿Estás dispuesta a pagar el precio de decir no? Me preguntaba qué habría hecho yo en su lugar. ¿Habría sido lo suficientemente valiente como para arriesgar mi vida por unas ideas? Esa decisión moral de los seres humanos que los convierte en mártires o héroes en sistemas totalitarios me llevó a escribir la novela».

ENTRE EL MIEDO Y LA CULPA

Rosa se mueve entre «el miedo a morir tras cada bocado» y la culpa. «La colectiva de los alemanes por aceptar y tolerar el nazismo. Aunque ella no se siente nazi ni estaba de acuerdo, sabía que para sobrevivir debía trabajar para el Führer y comer su comida antes que él. Eso la hace sentirse cómplice y parte del sistema inhumano de los nazis. Y también siente culpa porque les pagaban por comer, aunque pudieran envenenarse. De algún modo eran privilegiadas porque comer significaba sobrevivir mientras otros morían y sufrían hambre a su alrededor».

Hitler era «una sombra letal» al que las catadoras nunca vieron. «No se dignaba verlas, eran cobayas». Pero en la novela él aparece de dos formas. «Una, como lo muestra la propaganda, marcado por la providencia, con valor místico, responsable de la vida y la muerte de los demás, omnipresente e invisible, como si fuera Dios». La otra es «a través de quienes lo conocían, que hablan de él como ser humano, y ahí hay que recordar que fue un humano que mató a muchos otros, era de nuestra especie».

Esa corporeidad de Adolf Hitler «implica fragilidad, caducidad». «Un cuerpo se estropea, envejece -subraya contundente-. Permite contar que le temblaban las manos, que tenía problemas digestivos y se tomaba hasta 16 píldoras al día contra la flatulencia. Pasamos del ser mesiánico al ridículo. Podía atracarse de chocolate y luego ayunar y adelgazar siete kilos. Es la imagen de un hombre desequilibrado, neurótico y paranoico».

La ficción aborda la relación de Rosa con el oficial nazi. «Pudo elegir no acostarse con él, pero lo hizo y su culpa va más allá de la colectiva, tiene un sentimiento individual de vergüenza», apunta Postorino, a quien lo que más sorprendió de Wölk fue «el que guardara su secreto durante tantos años». «Creo que vivió la culpa como un fardo y no quiso morir con él. En ningún lugar ha habido tanto silencio como en las familias alemanas. La mayoría, como muchos supervivientes de los campos nazis, ocultaron las humillaciones».

FANTASMAS DEL PASADO

«En ciertas épocas de la historia no elegir significa elegir, forma parte de la complicidad», opina pensando claramente en la actualidad que estamos viviendo. «El público percibe la novela como algo del pasado, que nada tiene que ver con nosotros. Pero sí tiene que ver -sostiene-. Yo crecí con la idea utópica de una Europa organizada para prevenir las guerras. Y ahora, con las fronteras y los nacionalismos eso peligra. Se ve al extranjero como una amenaza pero el inmigrante se ve obligado a dejar su casa, a arriesgar una vida que solo intenta mejorar y proteger. Pero Italia, Donald Trump, el brexit, Hungría, la extrema derecha... quieren anular el valor de la vida humana. Eso es lo que debe preocuparnos, porque pueden despertar fantasmas del pasado», concluye.