Hace dos años no sabíamos quién era Ari Aster y ahora, con tan solo dos películas, se ha convertido en uno de los nuevos gurús del nuevo cine de terror. Hereditary consiguió alcanzar el estatus de película de culto desde el mismo momento de su estreno, algo que ocurrió también con las óperas primeras de sus compañeros de generación, entre los que se encuentran Jordan Peele (Déjame salir), David Robert Mitchell (It follows), Robert Eggers (La bruja) o Jennifer Kent (The Babadook).

Esta nueva hornada ha conseguido abordar el género reactualizando los temas para abordarlos desde una perspectiva contemporánea, una mirada muy autoral y un lenguaje cinematográfico depurado y simbólico. La mayoría han utilizado el horror para componer metáforas en torno al mundo en el que vivimos y también para introducirnos en el espacio de los miedos más íntimos que nos enfrentan a la parte más oscura del ser humano. Por eso la familia, la maternidad o los vínculos emocionales se han situado en el centro de la función como si se quisiera dinamitar sus convencionalismos y evidenciar muchas de sus contradicciones. En Hereditary Aster se centró en la transmisión de la semilla maldita que habita en los genes para componer un drama satánico doméstico y ahora, en Midsommar, utiliza a una joven pareja para hablar de la toxicidad de las relaciones.

En realidad, el proyecto surgió como un encargo de una productora sueca que quería hacer una película de terror folk ambientada en las celebraciones rituales y purificadoras del Midsummer que se producen en torno al solsticio de verano. El director se encontraba superando una ruptura sentimental y decidió integrar el tema dentro de todo este rico acervo ancestral para hablar del choque entre lo femenino y lo masculino, la gestión que cada uno hace del duelo y la necesidad de exorcizar los traumas del pasado. Por eso la primera imagen que le vino a la cabeza fue la de un templo sacrificial en llamas que simbolizaría la catarsis final de la protagonista después de liberarse de todas sus ataduras.

Comenzó a trabajar con diseñador Henrik Svensson para estudiar el folclore de la región escandinava y sus tradiciones paganas y construyeron todo un universo basándose en estudios de magia, mitología y antropología (entre ellos las obras de James George Frazer y Rudolf Steiner). Estudiaron las comunidades rurales, su conexión con la naturaleza, y se adentraron en costumbres más escabrosas que se remontaban a la época vikinga. Inventaron incluso un dialecto, el affekt y se compuso un alfabeto rúnico exclusivo de la tribu de los Hårga.

SOLSTICIO DE VERANO

Con todo este material diseñaron una historia que toma las características de un cuento de hadas macabro: un grupo de jóvenes de ciudad se acerca a conocer el festival de verano de un pueblo recóndito de Suecia. Entre ellos se encuentra Dani (Florence Pugh, la revelación de Lady Macbeth) y Christian (Jack Reynor), que atraviesan por una grave crisis debido a la dependencia en la que han basado su relación, sobre todo después de que ella haya perdido de forma trágica a toda su familia.

Lo que en principio iba a ser un viaje de evasión en medio de la naturaleza, terminará por convertirse en una pesadilla a plena luz del día a partir del momento en que la tribu que los había acogido comience a poner en práctica sus ceremonias ancestrales.

Ari Aster nos sumerge así en un mundo en el que la realidad poco a poco se va distorsionando, en el que se pierde la noción del tiempo y se sucumbe ante el éxtasis alucinógeno. Los integrantes de la secta, ataviados con vestidos blancos y coronas de flores muestran su cara más hospitalaria a los recién llegados hasta que poco a poco el elemento grotesco y psicótico se va adueñando del relato al mismo tiempo que nos adentramos en el terreno de la fantasía bizarra y el entorno bucólico y pastoril se va transformando en una siniestra ratonera de la que resulta imposible escapar.

Ari Aster filma con pulso lento, narcotizado, como si quisiera que el espectador sucumbiera a un estado de hipnosis. La locura ya se encuentra presente desde los primeros compases de la película, pero se irá desatando hasta llegar a límites insospechados, en momentos que coquetean con el gore y otros que nos sitúan al borde del delirium tremens. Y es que no se puede decir que el director no se haya atrevido a provocar al al espectador, a situarlo ante los límites de su resistencia. Midsommar es una película que no tiene la intención de dejar a nadie indiferente. A muchos les irritará, mientras otros caerán sucumbidos ante una propuesta en la que la belleza y el horror van unidos de la mano.