Crónica de El Diluvio (edición de la mañana), viernes, 10 de agosto de 1917, página 12:

"En la madrugada del miércoles, dos agentes de la policía vestidos de paisano hallaron el cadáver de una mujer joven en el solar de la Garduña, justo detrás de la Boquería. El cuerpo, desnudo y cubierto de berzas, tripas de pescado y otros desperdicios procedentes del cercano mercado de abastos, presentaba en el abdomen varias heridas de arma blanca, mortales de necesidad. Se da la circunstancia de que el desalmado asesino había introducido unas medias de seda en la boca de la mujer, cuyo puño derecho encerraba --retengan este dato-- una polvera repleta de cocaína.

El Diluvio, en su denodado esfuerzo por informar a la ciudadanía, ha podido esclarecer la identidad de la desdichada: se trata de Odette Levallois, de nacionalidad francesa, oriunda de la región de Champaña-Ardenas y afincada desde hace dos años en Barcelona, adonde arribó buscando refugio tras el estallido de la Gran Guerra, como tantas otras meretrices extranjeras. Porque, en efecto, la tal Odette ejercía la prostitución en el establecimiento de Madame Petit, sito en la calle Arco del Teatro número 6.Œ

En la mañana previa al asesinato que iba a estremecer hasta los cortinajes de terciopelo, el burdel de Madame Petit comenzó a desperezarse tarde, pasado el mediodía, después de que las campanas de la iglesia de Santa Mónica hubiesen llamado al ángelus. Fermina Andrade, la Fermi, una de las pupilas más veteranas de la casa, fue la segunda en despertarse, y lo hizo despacio, sin ganas casi, aunque había tenido una velada tranquila, sin más abrazo que el de Dionisio, corrector de pruebas en el periódico La Voz de la Justicia. Dionisio, el dulce Dioni, algo más que un viejo cliente. El vaso vacío sobre la mesilla de noche, con una lágrima de leche, consiguió enternecerla.

Se puso una bata de popelín sobre las desnudeces que empezaban a perder lustre y salió a la claridad del pasillo, donde se cruzó con una doncella, cargada con un rebujo de sábanas sucias. Madame Petit se preciaba de cambiar la ropa de cama y las toallas después de cada servicio y presumía de que su hotelito había sido el primero de la ciudad en haber instalado un bidé en cada dormitorio. A Fermi le disgustaba toparse de buena mañana con las minyones; la enervaban aquel trajín de arañas hacendosas, cuando ella apenas si podía despegar los párpados, y la mirada huidiza de las más viejas.

Mientras avanzaba por el corredor, desde el piso inferior le llegaba el fragor de un zafarrancho de ventanales abiertos para ventilar el humo de los habanos, e imaginó el salón de las columnas patas arriba, bajo la tiranía de las escobas, mientras las ninfas y sirenas que adornaban el techo aún dormitaban los excesos de la noche. Debía de haber copas vacías hasta en la tapa del piano.

Cuando entró en la cocina, Inesita ya estaba sorbiendo el primer café con la cabeza enturbantada con una toalla blanca. Se alegró. Le agradaba la compañía de la cubana, su sentido del humor y pachorra tranquila; con el roce de los días, habían trabado un vínculo afectuoso.

--¿Has dormido? --preguntó Fermi sentándose a la mesa que ocupaba la compañera.

--No pegué ojo. Hubo partida de póquer hasta las tantas en la alcoba rosa, y los señoritos se emperraron en jugar por prendas. En cueros nos dejaron a todas, mijita, en cueros vivosí Inesita soltó una carcajada.

Estaban sumergidas en un silencio de cucharillas contra las tazas, cuando, de repente, Odette irrumpió en la cocina con la furia de un vendaval. Se había puesto un salto de cama de seda roja, con mangas murciélago, y agitaba los brazos como antorchas en la oscuridad:

--Inesita, ma chérie, léeme las cartas. Te lo pido por favor.

--¿Tiene que ser ahora mismo, señorita? --La cubana entrecerró

los ojos saltones. --Si todavía no desperté.

--Te lo suplico, Inesita, ¡por lo que más quieras! --exclamó Odette con las palmas de las manos juntas.

--Te enamoraste y la cagaste, ya veo.

--No se trata de hombres. Es que estoy muy inquieta; se me comen los nervios.

Fermi tuvo que morderse los labios para no meter baza y, con cierto desdén, observó cómo Odette bebía a morro un trago caliente de una botella mediada de Veuve Clicqot. Solo ella sabía pronunciarlo bien, se dijo. Solo ella, de facciones tan perfectas, se atrevía a llevar el pelo corto, y era de las pocas que accedía a entrar con los clientes raros en el cuarto del ataúd. Y tocaba el piano. Y hablaba alemán. Por eso la

patrona la tenía en tanta estima. La duquesita francesa lograba cuanto se proponía.

La mulata comenzó a desplegar las cartas sobre la superficie de la mesa, oros, copas, los reyes y sus lacayos, lenta, como el bochorno de agosto, hasta que del mazo emergió el tres de espadas e Inesita tuvo que tragar saliva:

--Disgusto, pérdida, confusión- Alejamiento y locura --mu