Felipe de Borbón demostró ayer que no era solo el único jefe de Estado posible tras la abdicación de su padre Juan Carlos, atendiendo a la Constitución de 1978, sino el mejor para el momento actual. La absoluta normalidad con la que se desarrolló su proclamación, y eso es mucho decir en un país de historia convulsa en los relevos de la más alta magistratura del Estado, así lo puso de manifiesto. Fue un acto real pero sencillo, sobrio y eficaz frente a las alharacas, sin más dispendios de los necesarios. Sobró algo de naftalina y algún detalle más importante, por ejemplo el uniforme militar que lució el nuevo monarca, que es mando supremo de los ejércitos por ser jefe del Estado, y no por ser Rey. En el lado contrario, lo único que se echó de menos fue más gente en las calles de Madrid, aunque incluso esa falta de fervor pueda enmarcarse en la tranquilidad de la jornada.

A diferencia de la coronación de su padre, hace 39 años, a Felipe VI le toca regenerar y no romper con el pasado. Y en esa dirección se aplicó no solo en los aspectos formales mencionados, también en el fondo. Su discurso ante los diputados y senadores quedó sintetizado en una frase corolaria que marcará su reinado: "Desde hoy encarno una monarquía renovada para un tiempo nuevo". Pero no fue la única afirmación definitoria pronunciada ante diputados y senadores. A modo de declaración de intenciones, Felipe dejó claro que conoce cuáles son sus funciones y que aspira a desempeñarlas con una "conducta íntegra, honesta y transparente" porque las exigencias de la Corona van más allá del mandato constitucional.

La defensa de una "España unida y diversa", que no uniforme, en la que quepamos todos, fue uno de los mensajes esperados y necesarios. Pero de entre todas las exhortaciones que planteó en sus palabras, me quedo con su deseo de que "los ciudadanos recuperen y mantengan la confianza en las instituciones" y de que se acreciente "el patrimonio colectivo de libertades y derechos que tanto ha costado conseguir". Efectivamente, la ejemplaridad en el desempeño público es una característica imprescindible en una España atacada por la desafección política y el descontento social. Y la principal misión que tiene el nuevo Rey es convertirse en modelo a seguir por una clase política que tendría que aprovechar la impronta renovadora marcada por Felipe para acometer las reformas que necesita el país. Difícil con un inmovilista como Mariano Rajoy al frente de un Ejecutivo que corre el riesgo de pensar que los brotes verdes de la economía y el nuevo vástago de la Monarquía española le salvarán de sus pecados.

Felipe demostró que es el mejor jefe de Estado posible, pero no puede remar solo. Si no cuenta con la empatía de los sucesivos inquilinos de La Moncloa le resultará imposible culminar la idea de país que dibujó ayer.