Conocí a Don Juan Carlos en la Academia General Militar cuando él estaba en segundo curso y uno hacía allí el trimestre de estancia que concluía en diciembre de 1956, período que pasábamos en la misma academia, los CC de los Cuerpos Jurídico, Médico, Veterinario y Farmacéutico del Ejército de Tierra, tras aprobar las correspondientes oposiciones.

Realmente, nunca mejor dicho, Don Juan me conoció a mí cuando siendo aún Príncipe, fui a la Zarzuela con ocasión de mi nombramiento como presidente de la Diputación Provincial zaragozana. Nada más saludarle, me apresuré a decirle que yo había sido "aspirino", como llaman en la academia a los cadetes de alguno de aquellos cuerpos y allí pasamos tres meses antes de jurar bandera y recibir los despachos de alférez.

Don Juan Carlos reaccionó vivamente y con mucha cordialidad: "¡Hombre, exclamó, qué alegría encontrarme con un compañero que ya es presidente de diputación!".

La respuesta me vino de inmediato a la cabeza "pues lo suyo, Alteza, tampoco está nada mal", eso fue lo que se me ocurrió contestarle pero lo que no me pareció respetuoso decirle, aún sabiendo que no le hubiese molestado en absoluto, dada su sencillez de trato.

A lo largo de los casi 39 años discurridos desde su proclamación como Rey de España, he tenido el honor de hablar con el Rey, aún nuestro Rey, en ocasiones diversas, alegres unas y dramáticas otras; para mí y además, la más triste de mi vida política, fue la del día del atentado contra el cuartel de la Guardia Civil de la avenida Cataluña.

Aquellas siempre eran conversaciones aleccionadoras porque Don Juan Carlos, que "entró para un par de meses" como pronosticó entonces, un siniestro personaje equivocándose en casi 39 años de permanencia, ha ido demostrando que conocía perfectamente la aguja de marear y ahora cuando él lo entiende procedente y casi nadie lo esperaba, renuncia a seguir de propia y soberana voluntad.

El advenimiento de Don Juan Carlos a la Corona de España fue en parte, una restauración pero básicamente, una instauración. El Rey es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, que arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente, la Constitución y las leyes; eso dispone el art. 56 de nuestra Carta Fundamental.

Cuando sea efectiva su abdicación, el camino no se interrumpirá sino que prosigue con su sucesor, por el Príncipe heredero Don Felipe, "legítimo heredero de la dinastía histórica", como también prevé la Constitución.

A diferencia de lo que podrían temer espíritus timoratos u otros muy interesados en sembrar cizaña, hay que confiar en que la sustitución en vida de nuestro todavía rey Juan Carlos, no pase de ser una incidencia pasajera y obligada pero en absoluto crítica. El que sea Rey de España con arreglo a nuestra Constitución representará a la Nación entera pero su función no será la gubernativa sino la representativa del Estado entero y el Gobierno continuará en manos del partido que ganó las últimas elecciones generales. Todo normal y estrictamente democrático; así debe seguir.

La descomunal diferencia que otrora existiese entre monarquía y república, hoy carece de vigencia alguna porque lo mejor de cada una de esas instituciones forma parte de nuestra estructura institucional; por vía de ejemplos, ni al Rey se le podría ocurrir inmiscuirse en las funciones de Gobierno ni al presidente de este, aspirar a la jefatura del Estado. "La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria" (art. 1.3 de la Constitución).

Sigamos adelante lo más unidos que también todos podamos; el paso del tiempo probará que nuestro rey Juan Carlos ha sido algo más, bastante más, que un buen Rey sin que pudiera dejar por ello, de ser persona. Y la reina Sofía un memorable ejemplo de Reina y señora.