Los toros desde el callejón, no sólo se ven, sino que se escuchan: el golpetón de la tripa del toro contra el suelo, 500 kilos desplomados de repente en un descabello certero, las señales casi imperceptibles entre peones, las correas de las mulillas y las respiraciones de quirófano del animal.

Desde el callejón no se entiende muy bien la obsesión de la gente por la música y ese distraer una faena en cuanto se encarrila, en una porfía inútil con la banda seis veces cada tarde. Hay unas voces que salen de la entraña de la lidia en las que resuena la España honda y campera de los viejos siglos.

Se escuchaban ayer los nervios de las cuadrillas cuando los tres primeros toros entraron a su aire en aquel tablero de ajedrez, con los peones y los caballos y todas las piezas descolocadas. Jiménez es como un chiquillo risueño que logró los primeros aplausos al hacer girar los riñones a un toro como un autobús, en un contraste de volúmenes. La flexibilidad del sauce frente a un vendaval, al que no pudo atravesar con la espada.

Leandro Marcos vió a su picador, Agustín Sanz, y a su caballo por tierra y desaparejados ambos como en una escena del Quijote. "Aquí no domina al toro nadie", dijeron desde la barrera. El propio diestro voló luego por el aire y se recompuso como el Ingenioso Hidalgo, aunque remendado, renegrido y vallisoletano, con una palidez que llevaría hasta el hotel.

Tejela tenía en la cara la seriedad del campo y necesitaba algo de silencio para trabajar. Fue el primero en meter la espada a la primera dejando al puntillero el esperpento de intentar hasta seis veces la matanza.

Lo mejor estaba en la segunda parte. Jiménez tuvo manos de piloto, para girar el capote en el aire y quitarle al toro 515 kilos de encima. El Chano , su banderillero, puso un par estirándose y bajando a peso, con todo el valor. Preparó el diestro el pase cambiado de espaldas y no pudo terminar sus series de rodillas porque el toro, cansado, aprendía. Sonó por fin la música. El diestro clavó a la primera y el toro, como un ataúd, comenzó a dar vueltas sobre sí mismo, soportando con las patas el peso terrible de su propia muerte. Ahí llegó la oreja.

Al quinto de la tarde el picador le enredó con la barrena y la carioca hasta aflojarle los tornillos de la fuerza. No tuvo Leandro la paciencia de esperar a que el toro se muriera y todo se fue a pique. Estaba todavía por llegar la ovación de la tarde. Fernando Moreno se despedía de 40 años de toreo y dio la puya de su vida, con todo el cuerpo (con toda el alma) sobre el sexto toro.