A mediados de enero de 1936 comenzaron los preparativos de la exposición L’Art Espagnol Contemporain, que se inauguró el 12 de febrero de aquel año en el Museo de las Escuelas Extranjeras del Jeu de Paume en París, donde permaneció hasta el 5 de abril. El proyecto, que venía de lejos -se anunció en el catálogo de la Exposición de Arte Francés Contemporáneo (Museo de Arte Moderno de Madrid, 1933)-, quiso poner en valor, en un momento de enorme intranquilidad política, los logros de la República en materia de artes plásticas. Hacia Europa: se trataba de mostrar la gran variedad de lenguajes que convivían en España. Y en clave interna: las obras permitían trabajar con un conjunto coherente para la futura creación de un museo de arte contemporáneo; y un asunto fundamental: dar a ver que los problemas de Cataluña durante los años de la Dictadura estaban superados, una aspiración que pronto se demostró inoperante cuando de inmediato saltó la polémica, como ha estudiado en profundidad Javier Pérez Segura en su ensayo Arte moderno. Vanguardia y Estado. La Sociedad de Artistas Ibéricos y la República (1931-1936), al que remito. Fue aquel proyecto el último de la Sociedad de Artistas Ibéricos, a la que la República había convertido en eje estratégico de su política cultural.

Tras la primera exposición de 1925 en el Palacio de Exposiciones del Retiro de Madrid -donde se pudieron ver obras de Berdejo y Pelegrín-, la SAI organizó nuevas convocatorias: en 1931, en el Gran Kursaal de San Sebastián -que incluyó la escultura Bailarina (1929) de Ramón Acín, muy elogiada-; en 1932, en el Ateneo de Valencia y en la sala Charlottenborg de Copenhague; y en 1933, la galería Flechteim de Berlín presentó obras de 37 artistas, entre ellas Torso de torero de Gargallo. Tras un periodo inactivo y a petición de la Junta de Relaciones Culturales del Ministerio del Estado, la SAI formó parte del comité de organización de la exposición de París, en 1936. Pérez Segura recoge el balance que hizo Guillermo de Torre: apoteosis y desmoronamiento, simultáneamente; la relación de la sociedad española con respecto al arte moderno -que había sido uno de los propósitos de la SAI, junto a la difusión de los lenguajes de vanguardia en España- apenas había cambiado; y la propia SAI no había logrado independizarse del apoyo del Estado. Faltaban argumentos para que siguiera existiendo y más aún en una situación política tan grave, que no auguraba nada bueno.

Autores y obras

Pese a todo, el éxito de crítica y público de la exposición en París fue grande. Pérez Segura contabiliza la participación de 144 artistas, 324 cuadros y dibujos, y 83 esculturas. Entre los artistas seleccionados figuran varios aragoneses: Luis Berdejo (Teruel 1902-Barcelona, 1980), Pablo Gargallo (Maella, 1881-Reus, 1934), Juan José Luis González Bernal (Zaragoza, 1908-Malmaison, París, 1939), Ramón Martín Durbán (Zaragoza, 1904-Caracas, 1968) y Santiago Pelegrín (Alagón, 1885-Madrid, 1954).

La distribución de las obras, una tarea ciertamente complicada teniendo en cuenta la ausencia de discurso, se realizó, tal como señala Pérez Segura, de manera aleatoria aunque se reservaron salas para los artistas más destacados como Zuloaga, Picasso, Sert, Solana, Vázquez Díaz, Mateo Hernández y Gargallo, presente con varias esculturas que fueron solicitadas a coleccionistas privados de París: Torso de piedra, Retrato de Picasso (c. 1913), Bañista saliendo del agua (1924), Portadores de ánforas (1925), Torso de gitano (1924), Retrato de M. M. Raynal (1923), Arlequín tocando la mandolina (1925), Bailarina (1930), Arlequín tocando la flauta (1931), Efebo (Antinoo) (1932), David (1934), Retrato de Marc Chagall (1933), y las escayolas Caballo marino (Urano) (1933) y El profeta (1933) que el Estado francés fundió en bronce tras la exposición. De Luis Berdejo, que figuró en la I Exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos de 1925, se presentó el cuadro Desnudos acostados, de 1932.

De Santiago Pelegrín, cuya obra también figuró en aquella convocatoria, parece que viajaron tres obras: Mujer vasca, Mujer con huevos y Atocha-Cuatro Caminos, aunque en la relación general del catálogo solo figuran las dos primeras. Fue el único de los aragoneses cuyas obras no se reprodujeron. De González Bernal, dos pinturas. Sin más datos. Y de Martín Durbán: La familia, El baile, Fiesta en el campo y Composición. Las obras de Berdejo y de Pelegrín salieron de Madrid, y de la coordinación se hicieron cargo los miembros de la SAI. Las de Martín Durbán, partieron de Barcelona. Y las de González Bernal y Gargallo de París.

El arte nuevo existe

Cuando en enero de1936 comenzaron las gestiones, Luis Berdejo estaba ultimando la pensión que el Estado le había concedido en 1931 para cursar estudios en Roma. Meses antes de finalizarla decidió regresar a España con intención de viajar a Estados Unidos, pero el estallido de la guerra se lo impidió. Santiago Pelegrín, firme y activo defensor de la República, seguía residiendo en Madrid. Martín Durbán mantuvo su compromiso con la República desde Barcelona, donde vivía desde 1927. Desde 1932 González Bernal había fijado su residencia en París por lo que pudo ser Dezarrois, director del Museo Nacional de Escuelas Extranjeras y comisario de la exposición, quien seleccionó sus obras que compartieron espacio con las de Dalí o Miró en la sala dedicada al surrealismo.

La Exposición de Artistas Ibéricos del año 1925 confirmó que el arte nuevo existía y, pese a la discontinuidad de sus actividades en el tiempo, la SAI se convirtió desde ese momento en el referente incuestionable de la cultura, motivo por el cual la República solicitó su colaboración; no en vano la alianza de artísticas y críticos, núcleo vertebrador de los Ibéricos, tenía como principales objetivos: mostrar la existencia del arte moderno en sus más diversas tendencias ante la supremacía del arte oficial, y conceder un papel protagonista al público, cuyo gusto no debía condicionarse: la educación debía ser la principal aliada del conocimiento.

Tan buenos objetivos no lograron el apoyo suficiente y, a pesar de la ayuda del Gobierno de la República, en 1936, como ha observado Pérez Segura y quienes han estudiado el tema, apenas se observaban grandes cambios respecto a 1925: los artistas nuevos no obtuvieron el respaldo institucional, que fue incapaz de modernizar las estructuras heredadas; las escasas salidas al exterior no influyeron en un posible mercado de arte, y tampoco se creó un mínimo circuito de galerías de arte; en definitiva: no fue posible la transformación pretendida. Y en ello estamos.