Observen a las gentes, son como libros: desde obras completas a incipientes prólogos o agostados epílogos. Lo bueno es que de todos se puede aprender algo.

De un veterano periodista he heredado la costumbre de escribir en servilletas de papel, de ésas que abandonan el nido en zigzag, celulosa grácil donde apuntar observaciones que luego dan pie a éstas u otras historias. Algunas acaban centrifugadas, tiñendo bolsillos y procurándome cierto acopio de reproches por ser tan descuidado. Hoy les cuento los trazos de una de ellas; de dos, para ser exactos.

Sentado en una cafetería globalizada, donde a pocos pasos puede mercarse lo mismo un jabón de avena que un yogur con sabor a frutas del bosque (por citar dos sandeces), observo en la mesa de al lado a un matrimonio con su hija. Ésta es deficiente psíquica y se entretiene dándose cachetes en la cara o batiendo palmas, ajena al mundo de su entorno. No sé por qué, esa desconexión extramuros y su mirada hacia laberintos interiores me sugieren una inmensa pena y no puedo evitar cierta congoja.

Daría cualquier cosa por que esa niña, que ya apunta formas de mujer, correteara con sus amigas viendo escaparates; por oír su risa cómplice junto a sus compañeras; y que fuera una víctima más -y ya es concesión- del consumismo predicado en los grandes almacenes. Ahora, el padre le dice con suavidad y tacto que no se lastime la cara a cachetadas, y ella ríe. Es una risa ronca, nada estándar, una mueca que me acentúa el desasosiego. Acabo de verter el azúcar en el café, de golpe y por completo, yo, que estoy a dieta y debería limitar esas pequeñas alegrías golosas.

Mientras los padres charlan, ella, a su manera, intenta cazar la conversación, y no alcanzo a saber la causa, pero provoca las carcajadas de ambos. La atienden, le hablan, y ella da la impresión de comprender, porque asiente acompasando al gesto el vaivén de su larga melena. Cuando los tres se levantan de la mesa, la niña se empeña en pagar y se acerca hasta la camarera, cuyo trato es exquisito, seguramente tocada también por esa escena inusual en el tráfago diario de la barra. Antes de irse, los padres se la comen a besos, como si estuvieran dotados de un sexto sentido, como si les surgiera del alma un apéndice exclusivo en prodigar mayor comprensión.

No sé, empiezo a estar confundido y a envidiar a esa niña tan adorada por sus padres. Porque, ¿quién puede decir lo mismo? ¿A quién le comieron a besos sus padres en una aséptica cafetería cuando se asomaba a la adolescencia? ¿Qué sé yo, al fin, de esas tres vidas? ¿Por qué he deducido una desgracia donde sólo se transmite una inmensa ternura?

Un par de detalles me han comido la infinita pena del principio y, mientras los veo alejarse por ese pasillo enorme y despersonalizado, pido otro azucarillo, me tomo el café más empalagoso de mi vida y brindo en silencio por esa admirable familia. A la dieta, que le vayan dando.