Teruel existe, Teruel se mueve y reivindica su derecho a ser. Demanda unas infraestructuras que hagan viable la supervivencia del mundo rural, ese entorno paradiasiaco soñado por los amantes de la naturaleza prístina que más bien semeja un espejismo cuando se enfrenta a la dura realidad cotidiana. Son muchos quienes apuestan por huir del ruido y la contaminación, del estrés y de la competitividad; quizá también por tornar tras sus raíces al lugar en el que nacieron o, simplemente, piensan que la vida rural es más auténtica, más humana, en los pequeños núcleos vecinales donde todos se conocen y saludan cuando se cruzan por la calle. Son multitud, sí, quienes estarían dispuestos a cambiar las oportunidades y facilidades que brindan las grandes urbes por un cálido rincón en el campo. ¿Y por qué no lo hacen entonces? Porque son muy conscientes de que no encontrarán colegios, hospitales, servicios básicos... puede que ni siquiera carretera, ni cobertura para el móvil y aún menos internet. La vocación rural se estrella contra la carencia de esas infraestructuras mínimas que hacen más cómoda la vida en la gran aldea global. Por eso, el campo se vacía. El problema de la despoblación y de la desertización no es nuevo. Lo saben muy bien en Teruel o en el somontano oscense donde se sufrió el gran éxodo a mediados del siglo pasado; lo sabemos todos merced al triste testimonio de los pueblos abandonados, en torno a doscientos, contra solo una treintena recuperados en el Altoaragón y alguna insólita muestra en Teruel, gracias a iniciativas de diversa índole. Tornar al mundo rural puede ser una sabia decisión, pero para vivir en el campo es imprescindible una auténtica vocación rural y, al parecer, también una enorme capacidad, casi heroica, para soportar el peso de tal elección.

*Escritora