Las portadas del diario El País del pasado 19 de octubre exhibían un estrabismo editorial que nos dejó bizcos a muchos lectores. Aludiendo a la misma realidad y bajo fotografías diferentes de la misma manifestación, la edición catalana de El País titulaba: «Masiva marcha independentista contra el fallo del Supremo», mientras la edición nacional encabezaba: «Grupos violentos extienden el caos en el centro de Barcelona».

Eran dos formas de ver y de relatar una misma noticia. Ambas interpretaciones de la realidad eran ciertas, ambas cosas habían ocurrido en torno a los mismos hechos y ambas visiones eran legítimas, como lo es la visión de un perro respecto de un árbol, cuando ve en él un lugar propicio para mear; y como lo es la visión que tiene del mismo árbol un botánico, que es capaz de apreciar en él funcionalidades más amables.

La democracia nos otorga graciosamente la libertad de interpretar la realidad como nos salga de los bemoles. La democracia nos permite expresar incluso en voz muy alta nuestra versión de la realidad, por muy distorsionada que sea o parezca. La democracia nos autoriza también a hacer proselitismo de ella y hasta a mentir vilmente en su defensa. Pero como la democracia sabe que las exégesis de la realidad son de natural diversas, nos impone una condición para el ejercicio de tamaño albedrío: que aceptemos todos el compromiso de acatar lo que decida la mayoría acerca de cómo regamos al hermano árbol, tanto si lo usamos simplemente para mear levantando la pata, como si lo consideramos un benéfico ente vegetal dotado de vida y aun de sentimientos, a cuya sombra podemos arrimarnos en busca de cobijo.

Con lo que la democracia no transige es con que unos gobernantes, elegidos por la mayoría para que cuiden el árbol, nos impongan a todos su definición del mismo. Y es que la democracia es muy puntillosa a la hora de empeñarse en que nadie quiera romper las reglas del juego a mitad del partido, y raya en el melindre con la matraca de la división de poderes, mosqueándose y llegando a ponerse violenta, cuando algún listillo se atribuye competencias que nadie le ha otorgado y nos azuza a que meemos el árbol en lugar de gozar de su sombra.

Por otra parte, efectos colaterales de la democracia incitan a la solidaridad y nos inclinan a ponernos del lado del más débil cuando hay un conflicto. Sin embargo, en ocasiones la dificultad radica en saber quién es el débil: ¿quien se presenta a sí mismo como víctima a pesar de tener todo el poder y casi toda la pasta, o el que sufre en silencio la almorrana de haber nacido en o haberse mudado al sitio equivocado? Los políticos no ayudan demasiado a elegir, lo suyo es la demagogia y con semejante herramienta pedagógica, ya me contarán ustedes. Los medios de comunicación tampoco vienen en nuestro auxilio, porque hace tiempo que muchos de ellos optaron por el espectáculo en detrimento de la información. Así que estamos solos con nuestro derecho a decidir quién es el débil en esa fecundísima tierra llamada Cataluña: ¿los afectados por el discreto encanto de la burguesía oprimida o los ciudadanos presuntamente libres pero paradójicamente perseguidos por hablar su lengua materna, si esta es distinta del catalán?

Se me olvidaba añadir otra cosa que la democracia se obceca machaconamente en prohibir: que por favor, por favor nadie se inmole por sus ideas ni esté dispuesto a matar al de enfrente por defender las contrarias. Llegados a este punto, casi todos estamos de acuerdo en decir que la democracia es un gran invento de los griegos y que con las cosas de la antigüedad no se juega. Lo malo es que, estando de acuerdo en las grandes palabras, el desacuerdo en los detalles resulta demoledor.

Lo de Cataluña tampoco es ningún juego, sin embargo de momento y sólo de momento, esta sería una pequeña parte del parte de batalla, que no de guerra (de momento): un policía con la cabeza rota por una bola de acero lanzada con un tirachinas y varios manifestantes heridos, cuatro de los cuales han perdido la visión de uno de sus dos ojos. En otras palabras, la ceguera de una multitud disfrazada de mayoría ha dejado tuertos a unos y ha estado a punto de matar a otro. Mientras tanto, una cada vez menos silenciosa masa de ciudadanos de este país se queda bizca al leer algún periódico y al escuchar a algún político, pero todavía sabe distinguir al auténtico oprimido, en medio de la muchedumbre de aspirantes a víctima.

*Escritor