P asó el verano que pasé en el pueblo unos días, muy pocos. No como antes, cuando el pueblo existía para mí no solo apenas en el recuerdo como ahora sino en carne mortal; es decir, en carne viva como mi madre que fue, mi esposa que también y todos los míos que hoy hecho en falta. Pasé el verano con lo que queda de aquello. Y me traigo agradecido una reliquia que quiero contarles ahora que ha comenzado el otoño en este veranillo de san Miguel , que se demora en la cosecha, o de san Martín que acaba más templado con la siembra y ojalá con la lluvia.

Dormí la última noche con las ventana cerrada, en una habitación trasera que da al patio de la casa. Pero en otra de la misma que da a la calle, mis sobrinos durmieron con la ventana abierta. A media noche oyeron lamentarse al vecino de enfrente, que se había caído y fueron a ayudarle con otros de la misma calle. Es un viejo nonagenario que vive solo, pero tiene vecinos. Muchos en la ciudad no los tienen, y hay casos de abandono en el que los viejos mueren solos en su piso donde se pudren hasta que huelen. Lo primero es hermoso, lo segundo tremendo y lamentable.

LA TELEASISTENCIA, aunque funcione como quiere el Gobierno de Aragón, no es lo mismo y hasta una contradicción manifiesta cuando no funciona. Asistir es estar presente para ayudar a quien lo necesita. Dejando la anécdota atrás como rosa caída y mirando hacia delante, lo que veo es muy distinto. Los pueblos se despueblan no solo porque se vayan a vivir sus habitantes a las ciudades, sino también y principalmente porque los que quedan en el lugar viven en lo posible como en las ciudades. Presumir que las personas estamos aún donde tenemos el cuerpo es un grave error. Esto no sucede ya ni tan siquiera en los pueblos, donde sus habitantes se distraen de los otros viendo lo que pasa en el mundo sin hablar con los vecinos. Hay quienes se tumban en el sofá para dormir la siesta oyendo el televisor, como si este les cantara una nana.

Vivimos en un mundo urbanizado que se despuebla. Pero esto no es solo un problema demográfico, ni tan siquiera urbanístico; es decir, de geografía humana o de asentamiento racional de la población sobre la Tierra. Aunque también. Que lo uno no quita lo otro. La población mundial que tenía 2.600 millones de habitantes aproximadamente en 1950 -de los que el 79 % vivía entonces en los pueblos-- alcanza ya en la actualidad nada menos que la cifra de 7.450 millones. Por otra parte la población urbana supera ya con creces a la rural. De modo que a este ritmo la urbanización de la Tierra, según todas la previsiones, alcanzará antes de terminar el año 2050 los 2/3 de la población total. Pero eso no es todo, ese cambio imparable afecta mucho y afectará más todavía a los pueblos cuyos habitantes se urbanizan aunque no se muevan de allí con el cuerpo entero. También ellos -vivan en Candasnos por decir algo o en Favara si lo prefieren--, lo mismo que los casi 50 millones de chinos que lo tienen en Cantón o los 40 de japoneses que lo aparcan en Tokio, no están siempre para todos donde tienen su cuerpo.

Este despegue, desarraigo, destierro o desterraje es una crisis de humanidad. De los terrícolas, de los humanos en trance de desaparecer como tales, de dejar la tierra -- el humus-- de donde venimos para perdernos por ahí en la nube enredando y enredados. Pasando de la comunidad que fue --de la común/unión-- a la comunicación presente que no cesa: que no para ni repara en nada y en nadie. Y saltando por encima de la sociedad plural y pluralista --dotada aún de una reliquia comunitaria funcional para la estabilidad del sistema social de convivencia--, a la comunicación en vilo que no ha lugar para quedarse ni nos lleva a ningún sitio. Ni siquiera es un camino que vaya a casa, no es un destino: es un presente sin pasado ni futuro, una «eternidad efímera» (M. Castells) que consumimos y nos consume. Un sin vivir de usar y tirar sin pretensiones ni compromisos. Un estar ausente en realidad de verdad en el mundo de la vida, con muchos contactos y eventos de «no te lo pierdas» que pasan no obstante sin pena ni gloria.

DEJANDO A UN lado la conversación cara a cara y la compañía sin intermediarios, nos queda solo el enredo sin encuentros personales. Sin la vida y la convivencia, sin relaciones estables, sin compañeros ni compañía, sin libertad responsable. Sin sentido alguno.

Convertidos en consumidores de usar y tirar, compulsivos o a pedir de boca, preferimos entonces estar donde conviene: no alejados del centro sino en el centro de distribución de todo lo que apetecemos. Porque la información es instantánea donde quiera tengamos el cuerpo con tal de estar conectados. Pero el pan de cada día llega con retraso, y no se vive solo de mensajes. Por eso no basta con estar en la red. Porque las palabras vuelan, pero hay que comer y el pan no llega a punto donde tenemos el cuerpo. No a los pueblos, pero sí a las grandes ciudades. Como el pienso a las granjas, así los alimentos y todo lo que necesitamos para vivir llega antes a los centros de concentración urbana.

*Filósofo