Uno, que se ha formado en el pensamiento de izquierdas, laico, republicano y federal, sigue pensado que la crítica abierta, libre e independiente es el mejor instrumento para la consolidación y el progreso de la democracia. En su origen, allá por mediados del siglo XIX, la crítica política fue crucial para el progreso social y la ruptura del monolitismo ideológico conservador.

Y así debería haber sido en el siglo XX, pero, lamentablemente, no lo fue. Hay un ejemplo demoledor y criminal. Ocurrió en China entre el verano de 1956 y la primavera de 1957. El líder Mao Tse Tung, a rebufo de la «desestalinización» de la URSS y de la revolución de Hungría en 1956, lanzó la llamada Campaña de las Cien Flores (mejor, Movimiento de las Cien Flores). En un conocido discurso animó a sus compatriotas a que hicieran «florecer cien escuelas de pensamiento para propiciar el auge de las artes, las letras y la ciencias». Millones de chinos, ilusos ellos, se lo creyeron, y escribieron cartas y proclamas proponiendo reformas del régimen maoísta. Era una trampa. En primavera de 1957 Mao se cansó de tanta crítica y tanto aire libre y puso en marcha una represión feroz que llevó a la cárcel y a la muerte a millones de esos ciudadanos, que no eran furibundos «esbirros del capitalismo», sino hombres y mujeres con conciencia crítica y esperanzas de libertad. Y se acabó la apertura.

Salvando las distancias, por supuesto, cierta Izquierda del siglo XXI (algunos de Podemos, por ejemplo) sigue sin entenderlo. Así, basta con que se critique una declaración o una decisión de alguno de sus dirigentes (ahora cargos públicos relevantes, incluso vicepresidente y ministros), para que una legión de conmilitones, muchos de ellos con puesto de «asesor» gracias a su lealtad al jefe, salten cual resorte para defender y, lo que es peor, justificar, meteduras de pata o incompetencias manifiestas.

Porque no importa si la crítica es correcta, lógica o coherente, no; se trata de que nadie critique a sus jefes.

Supongo, y así lo deseo, que nunca se llegará a aquel extremo insensato y canalla de China en 1957, y que cuando un periodista conservador (que es cierto que varios de ellos manipulan y mucho) haga una crítica coherente o una pregunta incómoda a un ministro de Izquierdas, no se le responda con la censura o con evasivas, o se le tilde, simplemente, de «facha».

Porque de eso a creerse en posesión de la única razón y de la verdad absoluta suele haber un paso: el que transita de la democracia a la dictadura.

*Escritor e historiador