Con la muerte de una niña de dos años, días después de desembarcar en el puerto de Arguineguín, en Gran Canaria, son ya 19 las personas que han perdido la vida este 2021 en su intento de cruzar el Atlántico en pateras, sin contar con las víctimas desconocidas en alta mar o con episodios graves de hipotermia después de un trayecto largo y extremadamente peligroso. Se recrudece, pues, la situación de crisis humanitaria que se vive en las islas, similar en proporciones a la llamada «crisis de los cayucos» de 2006, pero con características que la hacen diferente.

Más de 23.000 inmigrantes llegaron al archipiélago en 2020, procedentes en su gran mayoría (un 50%) de Marruecos y, en menor medida (15-18%) de Malí y Senegal. El punto de llegada a España ya no es la Península sino, mayoritariamente, la isla de Gran Canaria, a través de una ruta que se caracteriza por ser la más mortífera de todas las que conducen al territorio de la Unión Europea. En este sentido, cabe hacer notar que la circulación a través del Mediterráneo central se ha reducido, en relación a 2018, en un 50%, mientras que el flujo migratorio a las Canarias ha aumentado nada más y nada menos que un 1.164%, de 1.300 personas en 2018 a las ya citadas 23.000 el año pasado. Hay diversas causas que ayudan a entender este cambio, como las acciones que llevaron a cabo el Gobierno español y la UE para con Rabat, con un paquete de ayudas millonario que se centró en un mayor control en el norte del país que desplazó el flujo al sur, es decir, al Sáhara Occidental, base actual del corriente migratorio. Otro factor es la situación desesperada que se vive en Marruecos, a causa de la constante sequía y de la falta de recursos económicos, además de la pandemia.

Esta gran cantidad de inmigrantes en las Canarias supone no solo un drama humanitario, agravado por la proliferación de menores que viajan sin presencia paterna o materna, sino un foco de tensión social en una zona que vive momentos complicados a causa del covid-19 y de su repercusión en el turismo. Hay observadores que hablan del archipiélago como de una enorme «sala de espera», cuando no de una «prisión», una especie de jaula consentida por la política migratoria europea, con continuos episodios de devoluciones y de reforzamiento del blindaje en los lugares de salida, pero, al mismo tiempo, con unas 11.000 personas que viven en precario en hoteles o, en el futuro, en macrocampamentos construidos expresamente a la espera de una solución que puede tardar meses. Mención especial merecen los niños, que merecen una protección superior. El Gobierno canario ha alertado de que los 2.600 menores no acompañados que tiene bajo su tutela superan con mucho la capacidad de asistencia de la autonomía. Pide más financiación, y sobre todo, una mayor solidaridad en la acogida por parte del resto de territorios. Es una reclamación lógica, puesto que actuar como si el problema fuera solo de Canarias es, además de injusto, un autoengaño. También a nivel europeo sería necesario una mayor corresponsabilidad entre los países miembros.

En unos tiempos en los que la circulación está restringida y se intensifican los controles para acceder a la Península, la necesidad de encontrar una salida a este problema es más acuciante que nunca, porque tanto la precariedad de las víctimas como los conflictos sociales que la situación provoca pueden convertirse en un polvorín. Es preciso, ante todo, velar por la integridad física de quienes arriesgan su vida en el Atlántico, y, en segundo término, actuar con celeridad -a pesar de las dificultades del momento- para que su futuro sea digno.