Tengo un amigo que es un vampiro. El otro día coincidí con él en CaixaForum, en la exposición Vampiros. La evolución del mito. Estaba hojeando una primera edición en francés del Drácula de Bram Stoker cuando me saludó. De alguna manera, no me sorprendió encontrármelo allí (de hecho, pensaba en él momentos antes: fue una lógica asociación y una feliz coincidencia). Mi amigo siempre ha tenido un aire a lo Béla Lugosi; entre los carteles, las fotografías y las proyecciones, debía de sentirse como en casa. Le había encantado la muestra; era la segunda vez que la visitaba.

«Ya era hora de que se nos montara una exposición tan fantástica», expresó emocionado. «Me ha sentado mucho mejor que la de los espejos. ¿Has visto el traje que lució Tom Cruise en Entrevista con el vampiro?». «Sí, muy majo», asentí. «Aunque es más de tu estilo y talla el que llevaba Klaus Kinski en el Nosferatu de Werner Herzog», señalé burlonamente. «Qué malo eres», me espetó. Le pregunté qué tal le iba la vida, ya que no lo veía desde antes de la pandemia. Me comentó que lo había pasado muy mal, como todo el mundo, ya me podía figurar, pero que ahora estaba contento con que se hubiera retrasado una hora el toque de queda. «Esa hora de más me da la vida. No te lo puedes imaginar», enfatizó.

Curiosamente, me comentó que estaba encantado con el hecho de llevar mascarilla. Durante toda su existencia había intentado evitar sonreír, siempre con los labios firmemente cerrados para que la gente no descubriera sus afilados colmillos, y ahora en cambio, bajo la mascarilla, iba todo el día sonriendo. Ya no tenía que reprimir su felicidad (o su ferocidad), aunque estuviera oculta a los ojos de la gente. Le propuse echar algo al salir juntos, pero alegó que tenía prisa (había quedado con un donante de sangre) y se alejó volando.