Una de las cosas que más me gusta de la calle donde vivo es el silencio. Cuando nos trasladamos aquí, pasamos varias noches sin poder dormir: el silencio resultaba demasiado intenso. Durante años nos habíamos acostumbrado a vivir -y a dormir- en una avenida muy concurrida, que sonaba a todas horas. No nos costó adaptarnos.

También de agosto valoro el silencio. Esta tranquilidad de después de comer, cuando el sol quema y todo el mundo se esconde. Me gustan las bibliotecas porque son mi hábitat, pero también porque en ellas puedo permanecer en silencio. Amo los lugares sin ruido, donde callar es natural y fácil, donde el mundo no molesta. A veces los busco y me pierdo en ellos para beneficiarme de sus efectos. Me gusta tanto el silencio que hasta leo libros sobre él. The history of silence, de Alain Corbin, ha sido el último. En sus páginas, que repasan la historia de la ausencia de ruidos desde el Renacimiento hasta nuestros días, he podido conocer la relación profunda que existe entre reflexión, creación y silencio. También con la religión, entendida como introspección, reflexión y meditación. Un puñado de conceptos que hoy parecen de otro mundo y que yo me empeño en buscar -y poner en práctica- en el mío. El silencio, dice Corbin, es mucho más que la falta de ruido. No se puede inventar, filosofar ni crear nada sin silencio. Tal vez nuestra época es irreflexiva porque es demasiado ruidosa. ¿Imaginan que hubiera un día del silencio, igual que hay un día sin coches? Creo que entonces seríamos muchos los que no podríamos dormir. H *Escritora