Las próximas elecciones van a determinar el rumbo de lo que solemos llamar Segunda Transición o Nuevo Periodo Constituyente. Lo que en el siglo pasado llevó seis agitados años (del 76 al 82) y sucesivas citas con las urnas (referendo de la reforma, generales del 77, municipales del 79 y generales del 82) se resolverá en esta ocasión en unos pocos meses. Bueno... salvo que las convocatorias de abril y mayo lo dejen todo abierto, que también podría ser.

Para las izquierdas el desafío es enorme. Porque sus partidos y sus respectivas clientelas tienen mucho que perder, porque el viento les sopla de frente y porque han perdido la hegemonía cultural que disfrutaron durante decenios. Por eso, en esta España donde la democracia ha sido (en los últimos dos siglos) la excepción y no la regla, las campañas por venir exigirán de PSOE, Podemos, IU y otros un pacto implícito de no agresión (¡ojo con las pinzas!), la voluntad de movilizar a su electorado e incluso un reparto lógico del papel de cada cual: los socialistas extendiéndose hacia el centro (ahora que Cs se ha comprometido con la extrema derecha), y los alternativos rojos, morados o semiperiféricos reactivando lo mejor del antifascismo militante (que no se basa en gritar sino en razonar). Porque ahora es cuando llega el dobermann.

¿Cómo movilizar? Trazando líneas definidas de defensa de la democracia social, del Estado del Bienestar y de una sincera regeneración ética y estética. Y, en segundo lugar, zafándose del lastre que acarrea el ultranacionalismo centrífugo, sin renunciar a poner de manifiesto la peligrosa inconsecuencia del ultranacionalismo centrípeto. Porque ya es hora de sacar a España (y a Cataluña, desde luego) del demencial juego del gallina en que andan empeñados los extremistas patrioteros de ambos bandos. Tanto a PSOE como a Podemos e IU les interesa situar el debate en otro ámbito.

Si las izquierdas no han aprendido la lección de Andalucía, que vayan poniendo a remojar barbas y coletas. O llevan a su gente a las urnas, o España vuelve atrás.