El otro día, releyendo poemas, tropecé con uno conmovedor que Pablo Neruda, alguna vez político de conveniencia y persona difícil de descifrar, dedicó a doña Trinidad Marverde, su "mamadre", a la que "nunca pude decirle madrastra", reconocía el poeta, en la hermosa oda que le dedicara.

El padre de Neruda era ferroviario, creo que maquinista y por razón de su oficio, pasaba jornadas enteras fuera de la casa familiar. Al quedarse viudo, contrajo nuevo matrimonio y Neruda hijo elogió generosamente, cuánto representó en su vida de niño, aquella advenediza, "dulce como la tímida frescura del sol en las regiones tempestuosas,/ lamparita/ menuda y apagándose /encendiéndose /para que todos vean el camino".

Siendo tan natural que el cónyuge viudo procurase nueva compañía, hay una sórdida tradición de cuentos infantiles y de otros relatos, que atribuye a esa madre sobrevenida de hijos ajenos, una leyenda de persona intratable y dura con ellos, no sólo por no ser propios sino para demostrarles su despego; eso será cierto alguna una vez e injusto en las restantes.

Una porción de los recuerdos que guardo de mi infancia están ligados al segundo matrimonio de dos cónyuges viudos y que aportaron a esa nueva unión, hijos de vínculos anteriores y que, contando los que tuvieron después, reunieron ocho hijos en total, en una sola y ejemplar familia.

La mala estampa de la madrastra de aquellos cuentos, allí no se notaba; ni la madre ni el padre se comportaron peyorativamente como madrastra o padrastro ni tampoco los hermanos parecían hermanastros. Vivimos con ellos ¡acogidos en su casa! durante una temporada de la guerra civil y aunque fuera uno muy niño, jamás olvidaré el hospitalario amparo que nos prodigaron dentro de las forzosas privaciones de tiempo tal. Aquel padre y el nuestro, compañeros de Cuerpo, perderían sus vidas en aquella incivil contienda.

Neruda se muestra tiernamente con doña Trinidad Marverde, como quizá no lo hiciera con nadie en sus restantes poemas: "oh dulce mamadre/ nunca pude decir madrastra/ ahora/ mi boca tiembla para definirte/ porque / apenas abrí el entendimiento/ vi la bondad vestida de pobre trapo oscuro/ la santidad más útil:/ la del agua y la harina/ y eso fuiste: la vida te hizo pan/ y allí te consumimos/ invierno largo e invierno desolado/ con las goteras dentro de la casa/ y tu humildad ubicua/ desgranando/ el áspero cereal de la pobreza/ como si hubieras ido/ repartiendo/ un río de diamantes".

Para mi, no ha sido posible ni deseable, olvidar esos versos de Neruda que son a mi juicio, una reivindicación de las madrastras que tantas veces ponen sus vidas, al servicio generoso y abnegado de cuantos les cayeron en suerte cuidar y supieron o saben asumir carga tan abnegada como ser madres de hijos que no tuvieron, sin merecer maledicencia alguna y sí, tiernas loas.

En aquel tiempo terrible de la guerra, la más dolorosa que acaso haya padecido España en toda su historia, como lucha de hermanos que desgraciadamente fué, hubo infinidad de criaturas que necesitaron esa mano blanda y enérgica de una mujer que supliera la ausencia de la madre. En mi familia, mis hermanos y yo que era el benjamín, dispusimos de otra vía, la de una hermana de nuestra madre, mi madrina, mujer templada como el acero, que suplió las ausencias obligadas de la madre mientras buscaba el pan posible para su marido, nuestro padre enfermo y preso y para cinco hijos hambrientos.

Aprovecho otros versos de la misma oda: "ay mamá, ¿cómo pude/ vivir sin recordarte/ cada minuto mío?/ no es posible. Yo llevo / tu Marverde en mi sangre/ el apellido/ del pan que se reparte /de aquellas /dulces manos / que cortaron del saco de la harina/ los calzoncillos de mi infancia/ de la que cocinó, planchó, lavó/ sembró, calmó la fiebre/ y cuando todo estuvo hecho/ y ya podía/ yo sostenerme con los pies seguros/ se fue, cumplida, oscura, al pequeño ataúd/ donde por vez primera estuvo ociosa / bajo la dura lluvia de Temuco".

Las mujeres suelen llevar en el más íntimo rincón del alma, una vocación de madres aunque no la ejerzan. Algo de ello nos pasa a los varones sólo que nos ocurre de otras maneras más intrascendentes, ¡benditas Evas!