El primer cara a cara entre Angela Merkel y Donald Trump era muy esperado, al menos para los europeos, porque de él dependen las relaciones transatlánticas en un momento en que EEUU ha optado por el proteccionismo y el aislacionismo cuando las amenazas que acechan al mundo occidental son grandes. Las diferencias políticas y personales entre ambos son casi abismales. Que la llegada de la cancillera a la Casa Blanca coincidiera con el anuncio del asalto presupuestario del presidente contra las políticas sociales y con el aviso de que la paciencia con Corea del Norte se había acabado, con el añadido de que todas las opciones estaban abiertas, no era un buen auspicio para este encuentro. Las imágenes de ambos líderes sentados frente a la chimenea o en la rueda de prensa hablaban de escasa o nula sintonía, pero ambos líderes están acostumbrados a hablar claro y dijeron cuanto tenían que decirse. Hablaron de la OTAN, de Rusia, de Ucrania, de inmigración, de comercio, cuestiones sobre las que mantienen puntos de vista distintos, y ambos lo hicieron con franqueza. Quizá el mayor logro del encuentro está en que Merkel consiguió que Trump se comprometiera personalmente con el acuerdo de Minsk sobre el conflicto de Ucrania. A falta de mayor proximidad en otros temas, este primer encuentro ha servido para fijar los límites de una relación, lo que en estos momentos inciertos no es poco.

El juicio por la salida a bolsa de Bankia vivió el jueves una especie de cara a cara entre Miguel Ángel Fernández Ordóñez, gobernador del Banco de España cuando se produjeron los hechos que se juzgan, y José Antonio Casaus, el inspector jefe del organismo en el banco, que advirtió de la mala salud de las cuentas del banco y vaticinó que acabaría nacionalizada, como así sucedió en mayo del 2012. Casaus se reafirmó en las advertencias que hizo entonces y defendió su profesionalidad. La defensa de Fernández Ordóñez, por su parte, se basó primero en tratar de desacreditar al inspector y después en argumentar que fue la crisis, y no lo precario de sus cuentas, lo que hizo que Bankia se desplomara. La recaída de la crisis entre el 2011 y principios del 2012 fue, a su juicio, «inesperada y repentina».

Llama la atención oír al responsable del máximo organismo supervisor declararse tan sorprendido como cualquier otro ciudadano. También sorprende la pobre opinión profesional sobre Casaus, pese a que, a diferencia de Ordóñez con la recaída, este sí supo ver que Bankia se encaminaba hacia el desastre. Y no es un desastre cualquiera, es una quiebra clave para entender la profundidad de la gran recesión española, una crisis cuya factura no pagaron quienes no vieron o no escucharon las advertencias sobre Bankia, sino los ciudadanos.