Estimulados por el cine, los niños de los sesenta, soñábamos con un mundo en el que los robots se encargaran de nuestras tareas: deberes, odiosas compras y hasta de nuestra higiene bucal. Desde hace tiempo convivimos con calculadoras que nos libran de memorizar cualquier fórmula, ordenadores con los que reservamos vuelos, y cepillamos nuestros dientes mientras grabamos le peli que veremos cuando tengamos un rato. El futuro llegó hace mucho y, aunque no estemos rodeados de androides, contamos con un aparato, o con una aplicación para casi todo.

Estamos tan robotizados que debiéramos rozar la felicidad. Así que no voy a quejarme de la banca online que me exime de pisar una oficina, que ha conseguido que olvide lo que eran las colas y que me permite realizar transferencias un domingo a cualquier hora. Era un escándalo la cantidad de sucursales bancarias que encontrabas cada dos portales, la Caja Mercantil de Indochina, o el Banco Hipotecario de San Crispín. Una vergüenza. Eso sí, ahora debo caminar hasta un cajero lejano, porque mi verdulero no admite plástico. Siempre hay alguien dispuesto a frenar el progreso. También debo reconocer que dedico horas a tareas que antes realizaba un empleado, aunque en mi nómina no se refleje y mi entidad no me agradezca el papel y tiempo ahorrados.

Me preguntaba qué harían los operarios de banca con tanto plus. Ahora lo sé, se dedican a angustiarse por las amenazas de ERE. Se van a la calle, aunque aumenten los beneficios. Lo mismo pasa en la industria del automóvil o en la de los ascensores, porque los robots están diseñados para sacarle el dinero al pobre y desviarlo al paraíso.

Siendo justos, no debemos olvidar el papel social de la banca. Con el cambio climático, no hacen falta cajeros para resguardarse de una noche invernal y esas entidades que algunos acusan de haber desahuciado a tantas familias, reciben premios por su labor solidaria, nos brindan conciertos y exposiciones, mediante una módica entrada, de arte etrusco o de vanguardias bielorrusas.

El comercio online cierra negocios de todo tamaño, sin dejar espacio al romanticismo, ni a que preguntemos egoístamente qué ganamos con todo esto. Leí que las profesiones de psicólogo y de sacerdote serían las que mejor resistirían la invasión androide. Siento decir que las terapias online llevan tiempo funcionando, y no tardarán las religiones en crear una aplicación que dispense consuelo e imponga penitencias tecleando el número de la tarjeta de crédito. Así que los ERE llegaron y piensan quedarse hasta rebañar nuestro último céntimo.

*Profesor