La democracia nació en las ciudades. En el Pnix, una de las colinas que rodean la sagrada Acrópolis de Atenas, surge en el siglo VI a.C. la inspiración de otorgar a los ciudadanos el poder de participar e influir directamente en el gobierno de su comunidad. Y no es casualidad que esa idea revolucionaria tomara forma en el medio urbano; porque las ciudades han sido la vanguardia de la civilización humana, una vez superado el necesario paso del nomadismo al sedentarismo gracias al invento de la agricultura.

Desde hace décadas, en todo el planeta, en España y muy particularmente en Aragón, la mayor parte de la población se concentra en las ciudades, en un proceso fulminante que ha herido de muerte a los núcleos de población rural. Las ciudades son las protagonistas, las ciudades son el escenario en el que se producen nuestros éxitos y también nuestros fracasos, las ciudades son nuestro hogar en un mundo globalizado, en el que todos necesitamos encontrar un nexo tangible que ligue nuestra individualidad a la comunidad de la que formamos parte.

Cuando un expatriado español se encuentra con otro en el extranjero, una de las primeras preguntas que surge en la conversación sigue siendo ¿y tú de dónde eres? Y la respuesta, en la mayor parte de los casos remite a una ciudad, la de nacimiento, la de crianza o la de residencia más prolongada. La identidad colectiva de los individuos, salvo en aquellos casos en los que los nacionalismos identitarios hayan hecho su trabajo, remite casi siempre al territorio reducido y concreto de la ciudad.

En este contexto, los principales instrumentos de participación política, los partidos políticos, que hasta ahora se han definido sobre todo en clave nacional, están mostrando claros síntomas de agotamiento en su modelo de organización y funcionamiento. La desconfianza y la desafección hacia ellos, está propiciando que muchos ciudadanos busquen otros referentes para aliviar la orfandad política a la que les han conducido esas maquinarias de poder ciego en que se han convertido los partidos.

Tenemos ya ejemplos claros y en auge de ese fenómeno en muchas de nuestras principales ciudades: en Madrid, en Barcelona y en Zaragoza, por citar sólo algunas, gobiernan entes políticos muy diferentes de los partidos tradicionales. Es cierto que algunos de estos entes han adoptado las peores formas de los partidos, pero la tendencia de fondo parece clara: los ciudadanos apuestan cada vez más por las personas o por las agrupaciones de personas que por los aparatos y las siglas. Prueba de que esto es así es que los partidos se han dado cuenta y apuestan tramposamente cada vez más por candidatos independientes para disfrazar sus intenciones.

En Madrid, el terremoto generado por la alianza entre una lúcida abuela y un brillante politólogo con cara de niño, ha vuelto del revés al partido que más expectativas había generado en las últimas décadas. Dentro del mismo espectro político, el de la izquierda radical, estamos asistiendo a la pugna entre dos formas antagónicas de considerar la actividad política; y no por azar eso está ocurriendo en Madrid, una ciudad, una Comunidad Autónoma y la capital del país; es decir lo más parecido a una ciudad-estado de la antigüedad clásica.

En Barcelona, los Comunes de Ada Colau protagonizan un experimento de gobierno, que está a punto de cumplir cuatro años. En las próximas elecciones municipales, uno de sus adversarios, Manuel Valls, aparece como un candidato extraño, un tipo que regresa a sus orígenes, venido de otro país donde llegó a ser nada menos que Primer Ministro, un tipo que se presenta al amparo de un partido político sin pertenecer a él y que, desde esa posición «anómala» se atreve a decir cosas que otros políticos callan, esclavos de sus hipotecas ideológicas.

En Zaragoza, mientras las encuestas no auguran nada bueno al experimento Santisteve, los partidos tradicionales no acaban de presentar un discurso ilusionante. La envidiable posición geográfica de nuestra ciudad y la calidad de vida que ofrece a sus habitantes, deberían estar a punto de alumbrar algún fenómeno político propio, que rompa con esa imagen provinciana y acomplejada, cada vez más alejada de la realidad social de Zaragoza. A muchos nos gustaría que alguien ligero de equipaje y cargado de ilusión encendiera las mortecinas luces de nuestra ciudad. A muchos nos gustaría que las muchas iniciativas que bullen en Zaragoza bajo el manto de la inercia provincial encontraran un líder capaz de superar la grisura que ni el cierzo ha sido capaz de barrer.

Las ciudades tienen la oportunidad histórica de reformar la actividad política, de reinventar la democracia y de entusiasmar de nuevo a los ciudadanos. No olvidemos que política significa teoría de la ciudad y que la democracia, gobierno del pueblo, se gestó en el escueto territorio de la polis. H *Escritor