El año 2015 marca el final del régimen de la Transición y de los mejores 40 años de la historia de España, donde se ha producido el mayor desarrollo económico y social que ha vivido nuestro país. Es el año de la aparición de los populismos, del fin del bipartidismo y de la radicalización del espectro político hacia sus dos extremos. A partir de esa fecha, se pone en cuestión la Constitución del 78; se aceleran los procesos independentistas; se endurecen los modos de hacer política y se exacerban las pasiones sociales.

A base de «ismos», interpretaciones sesgadas de nuestra historia más reciente y acometidas contra los principios de la Transición, los españoles nos vamos adentrando en la caverna de Platón o en la cueva de Montesinos, del Quijote. No sabemos hacia dónde nos dirigimos porque tampoco nadie nos lidera. Solo se escuchan las opiniones de quienes ocupan determinadas posiciones políticas, en las que solo reconocemos intereses particulares o, en el mejor de los casos, meros intereses de grupo. Lo común es una ilusión de la que todos hablan, pero que muy pocos propician o articulan. No es el interés general el que mueve la acción política, sino el interés particular. Desde una perspectiva política, este país no está haciendo historia precisamente.

Juzgue cada lector el mundo que le rodea y opinen sobre la política y los políticos. Pero intenten hacerlo por elevación, con perspectiva. No se dejen llevar por sus pasiones o sentimientos políticos. Rebusquen en la historia. Lean a los clásicos de la política, especialmente a los que fueron verdaderos líderes, no solo número uno de su formación. Filosofar no es una pérdida de tiempo, al contrario. Les ayudará a buscar las soluciones, no solo los problemas y a sus culpables, algo, que a menudo nos reconforta, pero no resuelve cuestión alguna. Hablen con sus representantes y exíjanles que salgan de su cueva, de su trinchera, y si no les atienden, no les voten. Esa es la verdadera manifestación de una sociedad democrática madura.

Hemos padecido varias elecciones generales inservibles; una rocambolesca moción de censura, oportunidades desaprovechadas por las fobias que todo lo pudren; muchos partidos que son como títeres sin cabeza; un minifundismo electoral que convierte a unos pocos en los depositarios de los destinos de este país. Así llevamos cinco años, sin hacer nada útil. Sin acordar las bases sociales, políticas y económicas para los próximos 40 años. Girando el caleidoscopio hacia uno u otro lado, hasta que, por un instante, aparezca la imagen que convenga a cada uno.

¿Será el virus la oportunidad política para aprender y preparar el futuro? Es claro que habrá que cambiar de estrategia. Que debemos adaptarnos con inteligencia e imaginación a las nuevas exigencias del mundo. Que es necesario adivinar y tener en cuenta las grandes corrientes sociales y de pensamiento que a todos nos arrastrarán, cualquiera que sea la posición de cada uno, a la derecha o a la izquierda. Si va a suceder así ¿Por qué no nos dejamos llevar juntos por la corriente? Habrá que desarrollar muchas ideas nuevas a través del I+D (añadan aquí los sistemas adecuados) y dar más valor a la ciencia. La eliminación de la pobreza es la primera obligación moral de la sociedad y del Estado, y si las necesidades naturales son antes que los contratos, ¿no sería la renta básica una competencia europea?

Como ya escribí en este periódico, es necesaria una administración pública más eficaz y más rápida. Que desatasque los proyectos que andan perdidos por los vericuetos administrativos y no retrasen los que puedan surgir y que en Aragón pueden ser variados e importantes. En nuevos proyectos, Teruel es una gran esperanza; como lo prueba el hecho de que tres empresarios turolenses aportaran más de un tercio de lo recaudado por CEOE Aragón contra la pandemia. Podría ser una simple anécdota, pero denota el fuerte compromiso social de estos empresarios que desde el anonimato están decididos a mejorar su entorno más inmediato. En todo caso, es evidente que debemos organizarnos mejor.

El problema es que estamos en manos de los políticos, que manejan las leyes y los reglamentos, los impuestos, los presupuestos y las administraciones y, como hemos visto durante el estado de alarma, nuestras vidas. No tengo ninguna duda de que la comisión para la reconstrucción creada en el Congreso de los Diputados será un rotundo fracaso. Ojalá me equivoque, pero me temo que no hemos aprendido nada, mientras no haya voluntad sincera de llegar a acuerdos. Y no la hay, porque los llamados progresistas y conservadores se excluyen entre sí. Son incapaces de comprender que entre ambas posiciones puede haber muchas ideas comunes, que requieren de comunicación mutua. ¿Han probado a entenderse utilizando una especie de libro de señales? (Nelson nos derrotó en Trafalgar gracias a un libro como ese) Hoy bastaría con dos teléfonos.

El problema se agrava, además, porque estamos empeñados en hacer política contra el otro, no junto al otro. Tiempo habrá para la pelea política, cuando hayamos consolidado un modelo de Estado y de país para las próximas generaciones. Para conseguirlo son imprescindibles los acuerdos entre todos, donde nadie pierda; y si la unanimidad no fuera posible, habrá que prescindir de los extremos para que sea el centro de gravedad constitucional el que garantice la estabilidad y continuidad del proyecto más importante que España tiene hoy en las manos de los políticos. ¿Serán capaces de entenderlo?